—Tienes que tranquilizarte, niño.
Pero el niño no podía calmarse.
Había dos niños, envueltos en un abrigo de
pieles cuyo fino pelaje de corzo se agitaba con el viento del invierno. Un
tímido y diminuto copo de nieve, débil e indefenso buscó refugio del frío que
el mismo llevaba entre el pelaje de la capucha del más joven. Su abrigo le
quedaba grande, hacía tres inviernos que su hermano dejó de usarlo y el pequeño
tenía que usar correas para mantenerlo ceñido a su pequeño y pálido cuerpo, aún
inexperto al frío tras casi una treintena de estaciones.
Casi nunca tenía ropa nueva.
—Por los dioses… —comentaba uno de los
cinco hombres, arrodillado frente a dos bultos, uno más grande que el otro. Uno
de los bultos tenía una coraza, aún tenía su espada entre sus dedos, siempre
fue una posesión muy preciada para él. El agua de un charco de aguas teñidas de
rojo hacia ondular la barba del segundo bulto— ¿Quién haría algo así?
—Hjart… Oh, Hjart… —lloraba el hombre que
no tenía pelo bajo su casco forrado de pelaje de castor. Se negaba a reconocer
que las tripas de su hermano no debían estar en el suelo, que no deberían salir
de una herida que le iba desde la cadera hasta el hombro. Se negaba a entender
que su hermano mayor no volvería a cabalgar a su lado.
El tercer hombre vomitaba en la nieve,
calentándola, generando un pequeño halo de vapor que se perdía en el viento. El
cuarto callaba y el quinto apretaba con fuerza el mango de su hacha, tornándose
hacia la espesura, hacia cada rincón y cada esquina de las pequeñas casas de
piedra en busca de sonidos que él mismo se imaginaba. No podían sino ser fruto
de su imaginación, nadie quedaba en la apartada aldea de Frienyll. Los dos
cadáveres se aseguraron de asesinar a las cuatro familias que allí vivían, no
llegaron a tocar a los dos hermanos.
—Tenemos que irnos de aquí.
—Cállate —susurró el líder bandido. No
quería susurrar, pero el te-mor de atraer a quién sabe qué le forzó a ello.
Ahora se arrodilló frente a los niños. Puso una mano en cada uno de sus
pequeños hombros. Habló. Pero no escuchaban. El pequeño miraba la empuñadura
del cuchillo del hombre, se parecía al que hacía poco adornaba la cabeza de su
madre. El mayor miraba los cadáveres que sembraban el camino nevado. Semanas
antes observó al gato de la familia cazar a una familia de rato-nes, no le
gustó lo que vio. No le gustó convertirse en la familia de ra-tones. Nunca
olvidará haberlo sido—. ¿Vísteis al que lo hizo? —los niños callaban, el viento
aullaba— ¿Visteis algo? —de poder hablar, no lo harían.
—¡Déjale en paz! ¡Monstruo! —gritó el
hermano sin hermano, espantando con la mano a un cuervo que se posó sobre la
cabeza de su hermano. No pudo evitar que se llevase su ojo izquierdo— Oh,
Hjart… ¿Qué va a ser de mí…?
El cuervo posó sus garras en el tejado de
la casa que el hombre del cuchillo tenía de espaldas. Otro cuervo apareció de
entre las nubes. Partieron el ojo, tragaron sus partes y bebieron sus fluidos.
—¡Tenemos que irnos ya, Jrimn! —gritó uno
de los hombres. Otro dejó caer su arma y se lanzó a la carrera, perdiéndose en
la espesura de pinos nevados.
Ahora los niños no miraban ni a los muertos
ni al cuchillo.
Ambos miraban a los cuervos.
Y los cuervos los miraron. Cada uno miraba
al que tenía enfrente.
El hombre del cuchillo seguía hablando.
Pero el pequeño no lo escuchaba a él.
Escuchaba un susurro. En un idioma jamás
escuchado, jamás aprendido, entonado por una voz jamás escuchada, jamás
conocida. La voz ahogada del hombre del cuchillo empieza a aclararse.
—¡…úchame, niño! ¡Dime qué has…
Los niños ya no miran a los cuervos. No hay
cuervos. Tal vez nunca los hubo. Ahora miran fijamente al hombre del cuchillo.
Al asesino. El infante ha cambiado; no hay miedo en sus ojos. Mete la mano en
su bolsillo y sostiene el pequeño objeto con sus menudas manos. Una piedra de
color rojo, un pedazo de una mayor, con una inscripción igualmente quebrada.
—¿Qué tienes a…?
El graznido de un cuervo explotó en la
aldea, resonando por cada sima de la montaña.
Las caras de los niños se llenaron de
sangre, así como la reluciente coraza del asesino. Sobre ellos, aparecida en un
parpadeo, una sombra oscura blandiendo una espada. Ahora había un sexto hombre
en la aldea.
No. No era otro hombre.
Era
un cadáver. Uno que se movía.
En el momento en que la cabeza del hombre
del cuchillo tocó el suelo, antes de empezar a rodar, el resto de hombres malos
aún no había reaccionado. El cadáver que se movía volvió a desaparecer.
El
pequeño cerró los ojos. Un susurro le dijo que lo hiciera en un idioma que no
entendía.
Al mayor no le dijo que cerrara los ojos. Minutos
atrás había sido obligado a ver cómo unos bandidos masacraban su pequeña aldea,
cómo apuñalaron y degollaron a sus vecinos, aquellos con los que había crecido.
A escuchar el hueco sonido del cráneo de su madre al ser apuñalado. Ahora veía
algo que no había visto antes. Veía un monstruo destrozar a los gatos. Le
pareció horrible, quería apartar la mirada, la voz no se lo impedía pero no lo
hizo, quería seguir viendo cómo aquella sombra los despedazaba.
Nunca olvidaría a aquel monstruo.
Los hermanos volverían a cabalgar juntos.
—¡Hay otro aquí! —gritó el guardia, antes
de estornudar. Hacía frío.
—Nosotros —dijo el soldado más joven, ya se
había recuperado de haber vomitado un par de veces— hemos encontrado a otro en
el bos-que, no lejos de aquí.
—¿Todos sin uñas?
—Todos sin uñas, señor.
—No quiero imaginarme lo que ha pasado
aquí.
—Los niños, ¿han hablado ya?
—Aún no, señor. Es normal, después de todo
lo que ha pasado.
—¿Qué haremos con ellos, señor? La
siguiente aldea está lejos y a-penas nos queda comida para el regreso.
“Su familia ha muerto. Sus amigos han
muerto”. Pensó el capitán. “Tardaremos en bajar de estos riscos… y nuestros
estómagos son más grandes que ellos”. Al capitán nunca le gustaron los niños.
“Además… nunca me gustaron los niños y empiezo a tener hambre… Nadie sabe lo
que ha pasado aquí arriba, tan lejos del valle… Nadie echaría de menos a un par
de…”.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por
extrañas palabras. Extraños susurros que sólo había oído una vez, fue en una
taberna, tres días atrás. Algo dentro de su cabeza le habló y, antes de darse
cuenta, había preparado un equipo y partía en dirección a la pequeña aldea perdida
de Frienyll. No sabía por qué o para qué. Simplemente la voz le dijo que lo
hiciera, de la misma forma que ahora vuelve a hablarle.
—Cogeremos a los niños y los llevaremos al
valle. Racionaremos la comida y los niños comerán primero —dijo lentamente.
—Pero…
—Nada de peros. Obedeced o clavaré vuestras
cabezas en una pica.
El capitán nunca
había hablado así a sus hombres. No volvería a hacerlo, volvería a ser un
capitán que se preocupaba más de sus placeres que de las necesidades de los
demás. Y esa única vez, sus hombres obedecieron una orden que no les
beneficiaría a ellos.
No lejos de allí, oculto entre los pinos
había una sombra. Estaba ahí, sentado en la nieve, entre las piedras y los
arbustos con las piernas cruzadas, susurrando palabras extrañas a unas pálidas
manos que sostenían algo a la altura de su boca.
Una vez hubo terminado, guardó los pequeños
trozos de piedra grabados en uno de sus bolsillos. Ahora sacaba dos piedras.
Ambas rojas, ambas quebradas, ambas con una inscripción fragmentada que
coincidía con la otra. La sombra cerró su puño con las piedras dentro y
susurró:
—Ainis.
Y cuando abrió su mano, había una única
piedra con una única runa tallada en una superficie cristalina y perfecta de un
color rojo ardiente como la sangre que la pequeña piedra contenía. La sombra
guardó la pequeña piedra y tomó ahora una bolsa de cuero. Vació su contenido en
la palma de su mano izquierda.
Uñas.
Arrancadas hacía poco.
Aún tenían sangre.
A la sombra le hubiese gustado hacerlo cuando
aún podían haberlo sentido, pero deben arrancarse cuando el cuerpo carece de
vida
Cerró su puño, lo acercó a sus labios y
bajo la atenta mirada de dos cuervos gemelos que estaban frente a él, susurró
la mágica, terrible y olvidada palabra:
—Naglfar.
Abrió de nuevo el puño. Las uñas habían
desaparecido.
Los cuervos estaban satisfechos y dejaron
de estar ahí, al lado de la sombra.
La sombra estaba cansada, se quitó la
capucha, acarició su cara, su barba y su pelo y volvió a cubrir su cabeza y
rostro.
Y así, la sombra se acostó en la nieve y se
sumió en el inexistente sueño de la muerte.