martes, 1 de noviembre de 2016

1000 Gracias

    Esta entrada es un poco especial, no sólo porque esta vez soy yo, Néstor Vega quien habla no como narrador sino como autor, sino también por el motivo de esta entrada. Este blog ha superado las 1000 visitas. Es... simplemente genial. Llevo ya varios meses sin añadir entradas debido a que mi tiempo de escritura está dedicado a otro proyecto mayor pero nunca me he olvidado de este blog.
    Tanto a quien llegue nuevo como al que este blog ya le suene, tanto a quien dedique una parte de su tiempo a meterse en mi mundo de relatos como al que no y simplemente pase de largo... Mil gracias por estas mil visitas. Pronto seguiré escribiendo y dedicando más tiempo al blog intentando que siga creciendo para llegar a más gente que ame la lectura.
    Agradezco todo tipo de apoyo, si el contenido del blog te gusta, siempre puedes seguirlo, escribir comentarios y compartirlo. Todo se agradece por ayudarme a hacer que crezca.
    1000 gracias :)

lunes, 15 de agosto de 2016

Canción XIX De Cerdos Y Clanes

    Cuál inusual resultó para el einherjar lo que le pidieron aquel día en que una ventisca proveniente del este agitaba las ventanas mal aseguradas de la posada en que se encontraba. No debía encontrar a nadie, ni acabar con un monstruo de naturaleza y motivación malignas e inciertas, no; lo que le pedían era muy simple:
    "Esos cerdos del Clan de Bzal no tardarán mucho en dar problemas. Se están acercando mucho a nuestras mujeres, seguro que quieren llevárselas. Debemos acabar con ellos antes de que acaben con nosotros, ¿nos ayudarás? Tienes que hacerlo, eres uno de esos... ¿Cómo se dice? Bueno, eres uno de esos sirvientes de los dioses y tienes que ayudar a sus devotos cuando te lo pidan".
    En parte, el aguerrido guerrero tenía razón. Sólo en parte. Primero escuchó, luego buscó. No, no había ningún cuervo por ninguna parte. No tenía la obligación de ayudarle a acabar con nadie, así que decidió no meterse en problemas de clanes rivales. Se marchó en cuanto hubo acabado su cerveza, no dijo nada, pues no había nada que decir.
    Se hallaba en las cuadras ensillando a su fiel Pico para partir y seuir los senderos cuando escuchó los llantos ahogados de una mujer. Se acercó al recinto de donde venían y, entre las pajas, encontró a una joven doblemente marcada, en uno de sus pechos tenía el tatuaje del Clan de Bzal y ahora, en su rostro, lucía una marca de ganado hecha a fuego hacia pocas horas, la marca del Clan al que pertenecía aquel hombre de la taberna. El einherjar se acercó a la chica, que intentaba a duras penas cubrir su desnudo y golpeado cuerpo con el forraje, pero acabó dejando al einherjar acercarse, pues sus fuerzas habían desaparecido, simplemente esperó que durase poco tiempo y se fuese.
    Y así fue, el einherjar susurro algo, colocó su mano en la mejilla de la muchacha, que sintió un gran dolor, ese dolor que se siente cuanto te quitas una astilla, potenciado al nivel de la quemadura que sufrió, la cual ya había desaparecido de su cara. La chica acarició su rostro, que ya no dolía, que ya no estaba arada por el hierro candente. Entonces el einherjar volvió a susurrar algo en una lengua extraña bajo la atenta mirada de la joven y colocó su mano esta vez en su vientre, haciendo desaparecer aquello que la muchacha temía que hubiese resultado de lo que aquel hombre había hecho.
    El einherjar ya había partido, se encontraba a lomos de su querido Pico mientras preparaba una modesta fórmula. La completó, susurró y las pequeñas hierbas y pedazitos de carne se volatilizaron en una llama de color verde. Aquel hombre, aquel aguerrido guerrero, tan orgulloso defensor de su clan como para violar a apenas una niña, despareció y nunca más se le volvió a ver. Sí que se encontraron sus ropas, estaban al lado de un cerdo gordo y rollizo que comía lo primero que encontraba por el suelo. El hambre fue mas pronta que la superstición y aquella noche el Clan de Bzal se dio un festín al mismo tiempo que los hermanos del cerdo lo buscaban por el bosque, por si se había perdido.

Canción XVIII Despensas en la Roca

    Podría parecer que el einherjar, o los einheri en su totalidad, son seres que buscan el bien de los humanos destruyendo a todo tipo de monstruos. Nada más lejos de la realidad; ellos no buscan el bien de nadie sino simplemente obedecer a los cuervos, obedecer a los dioses. Esto se supo en una pequeña aldea, situada en un valle de origen glaciar, cuya existencia corría un grave peligro a causa de algo que vivía bajo las rocas, bajo el suelo que pisaban, un monstruo excavador de túneles con predilección por la carne humana y una auténtica despensa situada en una cueva que horadó en la piedra viva una de las montañas. El chico que la descubrió tuvo suerte, la bestia no se encontraba allí, estaba cazando. A su vuelta contó todo lo que había visto, pero no encontró a su madre por ninguna parte.
    El einherjar llegó a lomos de su caballo, nada le había llevado a aquel lugar pero nada le había conducido a un lugar que no fuera aquel y los cuervos llevaban varios días sin aparecer. El chico le contó lo que sabía, lo que había visto y lo mucho que echaba de menos a su madre. El einherjar llevaba tiempo vagando, sin desenvainar su espada desde aquel serpenteante y se disponía a dar caza al excavador hasta que escuchó el graznido de un cuervo, uno que se encontraba en el tejado de la casa comunal, dando la espalda a la montaña que el chico señalaba. Daba igual el motivo, ni debía ni deseaba conocerlo, pero esta vez los dioses no querían su intervención y tampoco les era indiferente si actuaba o no. Querían que el einherjar se marchase y así lo hizo, dejando al chico en el lugar donde estaba. No pasó mucho tiempo hasta que el excavador se encargó de reunir al niño con su madre en su cálido y acogedor estómago.

domingo, 31 de julio de 2016

Canción XVII Algo Maligno



    Terminó de preparar los cebos, pequeñas piezas de carne cruda marcadas con pequeños dibujos grabados con un cuchillo, ese pequeño cuchillo que no utilizaba para ninguna otra cosa. No podría aunque quisiera, pues ese cuchillo no era uno cualquiera, era uno de los Tesoros de la Tierra, destinado únicamente al grabado y creación de runas y sellos; un cuchillo que jamás cortaría carne, se encontrase con vida o carente de ella, por muy afilada que estuviese su delgada y doble hoja o aguda fuese su punta, nunca dañaría la carne o la piedra, sólo la marcaría. Aunque todo ello lo conocía el actual posesor del extraño y valiosísimo cuchillo, nunca dejó de mantenerlo afilado, aunque simplemente fuese por puro entretenimiento, de los pocos que tenía o se encontraban a su alcance. Guardó cuidadosamente el cuchillo en su funda y se levantó, haciendo crujir hojas y ramas que rompieron el silencio del bosque.
    Se trataba de un trabajo curioso, no por las palabras de los aldeanos, sino porque los cuervos también estaban allí, luego el einherjar debía estar allí, en ese lugar y solo en ese lugar para hacer lo que los aldeanos le pidieran.
    "Los lobos nunca bajan tanto de las montañas, tienen comida suficiente como para no tener que bajar a nuestros corrales y nos dieron problemas hasta ahora, ¿sabe? La anciana ha consultado los huesos. En esa montaña hay algo. Algo maligno. Algo que les ha obligado a bajar".
    El einherjar tuvo la corazonada de que no encontraría a esa anciana de los huesos, corazonada que se confirmó. No se puede encontrar a quien no debe ser encontrado.
    El olor de la carne humana que acababa de diseminar por el bosque, amablemente donada por unos lobos hambrientos la noche anterior, empezaba a rezumar un potente olor, uno al que ningún lobo respondió, pues estaban demasiado cerca de la cima. Los lugareños tenían razón, había algo ahí arriba, algo malo, algo que se sentía en el aire, con un olor a moho y sangre. 
    El einherjar se preparó, no es fácil prepararse para lo desconocido, para ese tipo de cosas a las que nunca se ha enfrentado uno. Simplemente desenvainó su espada y se sentó a esperar, sintiendo esas pequeñas piedras rojas que dejó al lado de cada uno de los cebos, sintiendo cada una de las runas en cada uno de los cebos. 
    Y esperó. 
    Y esperó. 
    Hasta que de repente una de las runas... se apagó. 
    En un parpadeo, el einherjar dejó de estar donde hasta entonces se hallaba sentado para aparecer muchos metros más allá, frente a aquella cosa. Nada más apareció, su espada silbó en el aire, cortando varios árboles en un radio de diez metros, pero la criatura resultó intacta, consiguió evadirse del tajo que surcó el aire.
    Apenas lo vio, sólo una mancha de color verde moverse rápidamente hacia él como un látigo, pero tuvo tiempo de dejarse caer al suelo de espaldas, pudo ver la cola de la serpenteante agitarse en el aire, tuvo tiempo de verla bajar en picado hacia él. La enorme y escamosa cola rebotó contra una pared circular que cubrió al einherjar, iluminándose como un relámpago al ser golpeada.
    Una boca reemplazó a la cola, cayendo como un meteorito, dispuesta a devorar al einherjar y el terreno que tuviese alrededor y cupiese en sus enormes y triplemente dentadas. Lo que encontró no fue carne ni tierra, sino fuego, fuego que salía disparado de una piedra caliente que el einherjar sujetaba. El serpenteante se retorció de dolor, alzándose, dejando a la espada del einherjar un gran margen de corte en su interminable cuello. Esta vez no sería sólo un corte silbante. Las hojas de un gran número de árboles se paralizaron, rígidas y cristalinas en un instante gélido sacudido por el grito del serpenteante que hizo temblar y quebrarse ramas y hojas congeladas además de parte del hielo que aún seguía creciendo de los extremos de cada una de las mitades del monstruo.
    Recogió unos cuántos colmillos, un extracto del estómago de la bestia, otro de las glándulas venenosas de su boca y unas cuantas escamas. La carne de los serpenteantes no es comestible, volvió a desenfundar su cuchillo, grabó una runa de un color llameante en cada una de las mitades del monstruo y las activó, abandonando el lugar en el que el olor del veneno y la carne quemadas empezaba a esparcirse. Se encontró a varios lobos por el camino, de vuelta en la aldea, encargó a un peletero que le hiciese una nueva capa con las pieles que los lobos tuvieron el detalle de ofrecerle.

viernes, 24 de junio de 2016

Canción XVI Plaga De Manchas Rojas

    —Por favor, tiene que ayudarnos, si usted no lo hace nadie lo hará. Necesitamos esa mina.
    Acababa de llegar a una pequeña aldea, no tuvo tiempo de descansar, aunque en realidad el cansancio era algo bastante extraño y lejano para el einherjar, cuando algunos lugareños se le acercaron a pedirle ayuda. "La filosofía de que cualquier extranjero armado está capacitado para ayudar a resolver cualquier cosa", pensó el einherjar. Parecía algo sencillo, no parecía que los cuervos quisieran nada de él y tenía... bueno, todo el tiempo del mundo y simplemente tenía que entrar en una cueva, limpiarla de cualquier criatura o criaturas que hubiera ahí dentro. Los campesinos casi siempre tienden a la exageración, seguramente fueran un par de boldos, pequeños seres del orden de los cavernarios, de los más inofensivos y débiles, excepto cuando se trata del tema territorial, entonces sí que tienden a la violencia, sobre todo la cepa de aquella zona del norte, con una piel con manchas rojas.
    No tenía nada que hacer, nada que perder y, tras evaluar la realización de la tarea decidió que no merecía la pena, así que enumeró a los campesinos una serie de hierbas que, mezcladas y destiladas en alcohol provocan una reacción parecida a la alergia a los boldos, con eso sería suficiente.
    Estaba yéndose, dispuesto a seguir el sendero cuando vio que una niña tenía un colgante con una pequeña piedra de color rojo, una hematite. ¿Qué tienen de especial las hematites? Una vez combinadas con la runa adecuada, crean un nexo de sangre, conteniendo parte de la de su portador, permite que este aparezca allá donde esas piedras se encuentren. El einherjar preguntó por la procedencia de la hematite y la respuesta fue la que temía, en la parte media de la mina infestada. Cómo no. No se encuentran piedras así a menudo, tendría que perder unos minutos en encargarse de lo que allí hubiese, quizás podría ahuyentarlos sin desenfundar la espada y estudiar la posible relación de las manchas rojas de los boldos con la presencia de hematites.

    Sí que eran boldos rojos, pero no eran un par, ni cinco, sino una auténtica plaga, ni en una semana habría encontrado suficientes hierbas para hacerlos querer cambiar de casa. Excepto ellos, todos se beneficiaron; el einherjar consiguió encontrar puñados de hematites, especialmente tres que tenían una mejor reacción a las runas, además de un semental pardo que los aldeanos le regalaron al que llamó Pico, pues fue lo primero que vio; los lugareños recuperaron su mina además de que tuvieron carne de boldo para varias semanas tras seleccionar los cadáveres que no estuviesen demasiado congelados o quemados.

sábado, 4 de junio de 2016

Canción XV Lo Más Parecido A Tener Una Pesadilla

    Ni siquiera utilicé la espada, sólo mis nudillos, que ahora están unidos a los restos de la cara del anciano por delgados hilos de sangre. Le he golpeado hasta que me he hundido los nudillos, hasta que los huesos de mis manos se han hecho astillas entre sí. ¿Dolor? Apenas, pero merece la pena.
    Me ha tenido encerrado en esa maldita burbuja durante... no lo sé, tendré la oportunidad de preguntar a algún lugareño cuando salga de este laboratorio, después de haber recuperado mis manos. Salgo de la torre, en dirección a un lugar que debo comprobar.
    Sí, como me lo imaginaba; ha pasado el tiempo suficiente como para que lo que antes era un hermoso y poderoso corcel se haya convertido en una maraña musgosa de huesos y carne descompuesta por el tiempo y las alimañas. Estaba vivo cuando esa luz apareció, antes de que el anciano me metiese en esa habitación para, en sus propias palabras pues amaba darme discursos, quería investigar la anatomía y factores físicos y psicológicos de los retornados, de los einherjar. En lo físico pude ayudarle, se las ingeniaba para hacerme incapaz de formular ninguna runa, de inmovilizarme para que me cortase, pinchase, quemase, amputase dedos, probase mi reacción a diferentes tipos de magia etc. En lo referente a la psicología de los einherjar no consiguió absolutamente nada; cuando no experimentaba conmigo me pasaba las horas sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, de haberle mirado a los ojos podría haber apuntado la palabra "odio" u "obstinación" en sus libros, cosa que no iba a permitirle, así que simplemente miraba lo que hacía, miraba su instrumental cuando él no me vigilaba, evitando así que apuntase la palabra "curiosidad", cuando debía haber apuntado "aprendizaje". Tras lo que deben de haber sido años encerrado, he aprendido un par de cosas en alquimia, magia y cuestiones referentes a tortura además de a preparar un estofado asqueroso al que el anciano era adicto. Por mi parte no probé bocado en todo mi encierro, lo cual debió ser muy útil para su investigación.

    Vuelvo de ese... mundo de lápidas. Manos nuevecitas, esta vez sin interferencias de ningún niño.
    Entro en la torre, cojo todo aquello que podría serme útil, entre todo ello el libro en el que apuntaba lo que aprendía sobre mí, en el que, como sospechaba, tendría información variada y útil sobre otros temas y criaturas. Unas piedras mágicas por aquí, el contenido de un cofre de años de ahorro y avaricia por allá, un poco de instrumental y ya tengo todo lo que me interesa cargar, pues carezco de montura.
    Observo la torre, no está mal construida. Una lástima. Pronuncio la palabra que hace brillar los dibujos que dejé en ciertos puntos de la torre, antes de una explosión.
    Pregunté a un mercader que pasaba por la zona con su caravana el año en que nos encontrábamos. Ese anciano me tuvo ahí encerrado durante ocho años. Ocho años de impotencia y contemplación, sin poder hacer nada más que esperar lo que al final pasó, que su edad le hiciese cometer un error, un error en la estabilidad de la burbuja, ni siquiera me vio venir. Creo que esto ha sido lo más parecido a aquello que los humanos llaman tener una pesadilla.  

lunes, 16 de mayo de 2016

Canción XIV Témpano

    Todos rodeaban al einherjar y todos escuchaban cómo dos hombres que llevaban despotricando ya varios minutos, acusando ante el regidor de la aldea al einherjar por haber asesinado cruel y mágicamente a su hermano. El cadáver del joven se hallaba a algunos metros, rígido, frío, recubierto por una pétrea, gélida armadura de hielo azulado y transparente que dejaba ver entre los helados vapores la cara del chico, cuya mirada era reflejo del más puro terror.
    —¡Es todo culpa suya!
    —¡Él lo ha matado!
    —¡Ese monstruo es quien lo ha congelado!
    —¡Matadlo!
    —¡Decapitadlo y quemad su cuerpo!
    Estas y otras cosas eran gritadas primero por los hermanos y después por todo aquel que se acercase a la plaza, rodeando al extranjero. Los soldados se acercaron, empujando a la multitud para abrirse paso y abrir un hueco en la turba. El regidor entonces impuso silencio y todos obedecieron, se acercó entonces al einherjar y le dijo que si no podía demostrar su inocencia, sería colgado esa misma tarde. Entonces el einherjar se dirigió a los hermanos del difunto congelado.
    —En el mercado vuestro hermano intentó acercarse a mí por detrás y robarme la espada que llevo en la espalda. Simplemente le dije que si estimaba la vida, no lo hiciese, que ni siquiera la tocara. Nos fuimos en direcciones opuestas pero hace unos segundos volvió a intentarlo, sacando la espada de su vaina. Le advertí que no lo hiciese y no hizo caso, cuando quiso soltarla, ya era tarde.
    —¿Insinúas que mi hermano es un ladrón? ¡Te mataré yo mismo!
    El hermano sacó un puñal y se abalanzó sobre el einherjar y, antes de dar el primer paso, tenía la punta de la espada del einherjar, un parpadeo antes enfundada, arañándole la nuez y deteniéndolo en seco. El regidor y los soldados también desenfundaron sus espadas.
    —Si no me crees —dijo el einherjar haciendo volar su pequeña espada en el aire, haciéndola dar una vuelta en el aira para ahora cogerla por el filo, poniendo la empuñadura frente al hermano—, prueba a cogerla; comete el mismo error que tu hermano.
    El hermano mayor dudó, pero no lo suficiente, pues estaba seguro de que su hermano no podía ser un ladrón y agarró firmemente la pequeña espada, que inmediatamente después llenó la mano del chico de agujas de hielo que empezaban a crecer dentro y fuera de la mano y luego del brazo del hermano, extendiéndose hasta cortar el grito que hizo que algunos diesen un paso atrás. Cuando la estatua de hielo acabó de agitarse, el einherjar tiró de la espada, haciendo que la mano se rompiese en pedazos, liberando la empuñadura. No se requirieron más pruebas y todos dejaron el paso libre al einherjar, que no quiso permanecer más en aquella aldea que sólo le pillaba de paso.
    El einherjar supo que aquel chico le seguía en el mercado y también percibió que estaba a punto de robarle su espada, simplemente esa segunda vez no le detuvo. Los habitantes de la aldea prepararon antorchas para intentar descongelar a los hermanos, esfuerzo totalmente inútil, pues el hielo que surge de aquella espada puede romperse, pero jamás fundirse.

lunes, 2 de mayo de 2016

Canción XIII Corre, Corre

    Reconocieron al muchacho por sus ropas de colores ocres y amarillos además de por un anillo de madera que le había regalado su madre. Tras días de búsqueda por el bosque, no lograron encontrar su cabeza. En realidad todos sabían que no aparecería, ni la cabeza ni sus piernas, ni su brazo izquierdo, pero no podían negar un gesto tan simple como una batida a la abatida mujer. Una vez más, no lograron nada; sólo podían preparar otro funeral y pensar en quién sería el siguiente, pues la bestia que se llevaba a ciertos incautos seguía un pautado calendario; mataba para comer, o eso creían, y siempre una vez cada luna llena exactamente. Normalmente se llevaba a chicos y chicas de carne joven y blanda que andaban despistados por el bosque y, si sus víctimas no tenían esa suerte, la criatura llegaba a llevárselos de sus propias casas, llevándose a una sola víctima por cada vez.
    ¿Intentaron defenderse alguna vez? Claro que sí, pero ni siquiera estaban seguros de qué aspecto tenía; algo parecido a un lobo gigantesco que se alzaba sobre dos piernas. Nunca se había llevado niños, así que estos, ignorantes, simplemente cantaban sobre lo que no entendían.
    "Corre, corre.
    ¡Qué resbalón!
    Repta, repta.
    ¡Arrastrarse intentó!
    Llora, llora.
    ¡Su pierna agarró!
    Grita, grita.
    ¡Su cabeza se comió!"
    Una noche, cumplida la luna desde el chico de ropajes amarillos, una parejita de adolescentes, de poco más de diecisiete años, paseaba por el linde del río. Iban demasiado ensoñados como para darse cuenta de que una enorme bestia los seguía, cuidando no hacer ni el más mínimo ruido. Los chicos eran un cebo demasiado fácil, demasiado tentador. Aquella noche el licántropo se sentía especialmente goloso, esta vez cogería a la chica. Los jóvenes se detuvieron, sentándose en una manta sobre la que se podía ver una cesta repleta de fruta. "Qué mono, le ha preparado una sorpresa". Pensó el licántropo, cuya máxima preocupación era que el sonido de su estómago alertase a su cena. No necesitaba hacerlo sigilosamente o con cuidado, pero esa noche estaba juguetón, le apetecía acecharlos y luego llevársela ante la mirada del chico.
    El chico posó lentamente una fresa en los labios de la chica.
    El chico no aguantaba más, quería besarla, saborear sus labios de fresa.
    El licántropo no aguantaba más, quería arrancarle los labios de un bocado y sentir su tierna textura bajar por su esófago. Preparó sus patas traseras para el impulso y...
    —¿Has oído eso? Era como... un silbido —preguntó la chica.
    —Seguramente sea el vientro... —respondió el chico antes de besarla.
    Unos metros más allá, el einherjar sostenía por un lado el cuerpo del hombre lobo y por el otro su cabeza, cercenada en corte limpio y ascendente que hizo volar la poderosa testa antes de que la recogiese al vuelo tras envainar su espada silbante, no quería hacer un ruido que asustase a los chicos, que estaban muy entretenidos. Un parpadeo. El einherjar y su presa ya no estaban ahí, sino en la plaza del pueblo, donde dejó caer los restos del hombre lobo, antes de recoger de entre unas hierbas una pequeña piedra roja, el objeto que hizo posible el teletransporte. Pidió dos estacas al primer aldeano que respondiese y clavó en ellas el cuerpo y la cabeza del monstruo respectivamente. El einherjar no se quedó para ver la sorpresa de todos cuando el licántropo perdió pelo, músculos y dientes para transformarse en la desnuda madre del chico de ropajes amarillos. No era consciente de la maldición ni de lo que hacía cada luna llena. Quizás el einherjar debió intentar razonar con el licántropo, pues la mayoría tienen una inteligencia que oscila entre la media y la media baja o podría haber intentado levantar la maldición; quizás la próxima vez.
 

sábado, 30 de abril de 2016

Canción XII Boca Grande y Caliente

    Todos escuchaban a aquel hombre subido a aquella carreta. Todos estaban absortos, ya no se acordaban de problemas mundanos como las cosechas o si sus hijos se comían la verdura o el número de ratas que había en cada casa. "Ooooooh", exclamó la multitud cuando el hombre que no paraba de gritar mientras sacaba pecho exhibía el hacha con el que había matado al dragón. La hoja del arma refulgió las luces de las antorchas de la plaza, reflejándose en los ojos de los niños. Una mujer anciana observaba a través de la ventana a quien ella denominó en su cabeza cómo "Ese Extranjero con una Boca Grande y Calentada" agitaba su hacha en el aire, decapitando enemigos imaginarios. La anciana murmuraba y sólo su pequeña nieta, medio dormida en su cuna.
    —Dragones... Los dragones no existen. No puedes matar algo que no existe. Ese extranjero sólo ha traído el diente de algún oso y todos le creen cuando dice que ha matado a un... ¡un dragón! ¡Mira! Ya están dándole monedas en agradecimiento. No me fío de los extranjeros. Seguramente el mismo es el que ha secuestrado a esas ovejas para engañar a todos. Dragones... ¡Qué bobada! ¡Los ha engañado a todos con sus historias de lagartos que escupen fuego! ¡Si existiesen, ese idiota ahora estaría nadando en el estómago de uno!

    Pasaron cerca de tres semanas hasta que un caballo negro cabalgado por un hombre envuelto en un abrigo pasó cerca de la aldea en que hacía algún tiempo, un extranjero clamaba haber matado a un dragón. El einherjar detuvo a su montura y observó desde la lejanía de una colina los restos carbonizados de la pequeña población. Aunque él desconocía la historia del falso asesino de dragones, para él era obvio que aquella aldea ennegrecida habría necesitado uno.
    Sólo hay un problema: no existen los asesinos de dragones.
    Y si había un dragón en los alrededores, él debía alejarse y así lo hizo. Montó a Abeja y juntos se alejaron al galope, sin siquiera pensar en mirar atrás.

    La anciana no se equivocaba. Los dientes que el extranjero llevó como prueba no eran de un dragón. Sólo era un farsante que buscaba una comida y una cama fácil.
    La anciana se equivocaba. Hay dragones más allá, con bocas grandes y calientes. Dragones a los que no les gusta que nadie se tome su nombre a la ligera, un motivo perfectamente legítimo para que uno de ellos se despertase y volase a quemar una aldea de doscientos habitantes. Ni siquiera lo hizo para comer, simplemente se tumbó en lo más hondo de una cueva cercana y durmió con la dulce nana de los gritos de todas aquellas familias, una melodía que se repetiría en sus sueños durante años.

martes, 26 de abril de 2016

Canción XI Piedras Blancas

    Recibió un nuevo golpe que lo lanzó a toda velocidad hacia una de las cabañas, cuyas tablas de madera no fueron rival para la espalda del einherjar. Una parte de él sintió una ligera molestia similar al dolor, no fue la parte que ahora se ponía en pie levantando la antes viga maestra de la casa. Cuando alzó la mirada, el monstruo estaba masticando a una nueva víctima que no corrió tan rápido como lo hizo su madre. El einherjar entonces lo asimiló, no era rival para un cíclope tan joven, robusto y hambriento. Tenía que dejarles; tenía que dejar que los cuervos tomaran el control.
 
    Oscuridad.

    Susurros.

    Una explosión.

    Cuando se despertó, él estaba de pie, con su espada en la boca, pues las manos que podían haberla sujetado estaban ahora dentro del estómago del cíclope, estómago que se hallaba iluminado por la luz de un tímido sol de invierno y hasta la altura del estómago llegaba el cuerpo del cíclope, ahora de rodillas. El resto estaba por ahí, por aquí, por allá... El einherjar pensó entonces lo mucho que odiaba cuando los cuervos hacían que él hiciese "eso": Es efectivo y normalmente letal para cualquier criatura pero un brazo es un alto precio. El einherjar no tenía ni idea de cómo podría haber perdido el otro. Alguien tendría que limpiar ese desastre. Era una población de unos cincuenta habitantes de los cuales ahora sólo quedaban quince.
    Unos supervivientes se acercaron al einherjar que estaba cubierto de sangre, al borde de la inconsciencia, recuperándose del hecho de haber sido controlado por los cuervos que ahora lo estaban mirando desde alguna parte.
    —¿Se ha acabado ya?
    El einherjar dejó caer su espada al suelo, que se clavó varios centímetros en la nieve y la tierra.
    —¿Dónde está el médico? —preguntó un pobre desgraciado por el paradero de otro pobre desgraciado cuyo proceso de digestión habría tardado poco en comenzar.
    —¿Un médico? Necesitamos un embalsamador, siendo un cadáver andante, puede que incluso pudiese curar al maese einherjar.
    "Vaya, el gracioso de la aldea ha sobrevivido". Pensó el einherjar, aunque incluso se podría haber percibido un atisbo de que le había hecho gracia. Entonces habló.
    —Que nadie toque mi espada. Por vuestro bien.
    Entonces el einherjar se desmayó, pues tenía que visitar al que haría que despertara con sus brazos de vuelta y, un segundo después de caer al suelo, despertó con un par de brazos nuevos. Su espada seguía donde él la había dejado, por una vez, nadie intentó quitarle su espada y nadie murió en el intento.
    El einherjar sacó del interior del cíclope la causa de su estado, dos pequeñas y redondeadas piedras de color blanco. Una vez hubo recolectado y entregado las uñas de los aldeanos y ras las súplicas de los supervivientes, el einherjar los escoltó a la aldea más cercana. Ellos caminaban como almas en pena, pues en parte lo eran, mientras que el einherjar iba a lomos de su fiel Abeja, la primera montura que le duraba más de una luna.

viernes, 22 de abril de 2016

Canción X Pilares

    Angfärn. Un clan de guerreros, un clan poderoso que, desde hacía dos inviernos, sólo crecía en miembros y seguidores; pues su fama empezaba a extenderse por todo el continente y por todos los archipiélagos. El actual patriarca del clan siempre fue un hombre respetuoso con todo aquello que no fuesen sus enemigos, de especial manera lo era con los dioses. Ahora, junto con su flota en aumento de nada más y nada menos que seis drakkars, surcaba el mar de vuelta a su hogar. Fue cuidadoso, cada bagel transportaba varios pilares de madera con imágenes del dios al que rogaban protección: el poderoso Thor. En su travesía de vuelta, ya habían lanzado al fondo del mar la mitad de los pilares, acción que, según la tradición, les proporcionaría una salvaguarda en los embravecidas mareas.
    El líder del clan dio la orden y, nuevamente, seis pilares de madera cayeron al agua; hundiéndose lentamente. Algo, pues "algo" es ya especificar de sobremanera, estaba observando el descenso de los pilares al abismo helado. Los observaba desde abajo y ahora... ese algo... emergía.
    Los pilares habían sido tallados y preparados con pasión y admiración por los buenos y fieles hombres del clan Angfärn. Los dioses los habían escuchado, pero hay cosas de las que incluso los dioses no pueden protegernos. Esa pequeña franja de océano en la que antes se encontraban las seis embarcaciones y los más de cien hombres quedó en calma y vacía de vida en menos segundos que hombres había.
    No hubo testigos de la desaparición del clan, pero todos los que contaron su desgracia causaban estupor en los rostros de los niños al mencionar a la bestia.

miércoles, 20 de abril de 2016

Canción IX Piezas de Metal

    —¡Los mejores precios! ¡Los mejores precios al este del Flüssh!
    Y esa misma frase podía escucharse por todos los puestos del mercado que había en la plaza central de la pequeña ciudad de Dóer, una de las mayores poblaciones en la costa y conocida por sus mercados de pieles de corzo, oso, liebre, conejo, alce, castor, foca y en tres ocasiones tuvieron pieles de ballena de la mejor calidad.
    En uno de los puestos, una niña pequeña ayudaba a su padre a despellejar una regordeta liebre y a sus crías, estaba siendo un buen día. La pequeña entonces puso sus ojos en un hombre de entre todos los que estaban en la ajetreada plaza.
    —¡Padre! ¡Padre! ¡Ha vuelto!
    El mercader se sorbió los mocos y se pasó la manga de su camisa por su goteante nariz. El einherjar se acercó a su puesto y saludó a la pequeña respondiendo al efusivo saludo que la pequeña le dirigió.
    —¿Es este?
    —Sí, como querías: fuerte y negro como la noche más oscura —dijo el mercader dando dos palmadas a las poderosas posaderas del esbelto caballo.
    El einherjar se acercó al corcel, que se mostró manso cuando acarició sus crines.
   —Te has enterado? —comentó el mercader al einherjar— ¿Los robos de los últimos días? Habían sido unos duendecillos, bueno, goblins creo que se dice exactamente —hablaba mientras el einherjar examinaba la silla de montar que iba incluida en el lote—. Alguien se lo dijo a los guardias, hubo una batida y los encontraron. El juicio empezó hace un rato en la casa comunal.
    —Yo quiero ver a los duendecillos, papá.
    —Cuando suene la campana el juicio habrá terminado y podrás ver a los duendecillos —dijo el mercader acariciando el pelo de la pequeña mientras el einherjar se subía a su nuevo caballo—. Recuerda, einherjar; si te encuentras con otro einherjar llamado Dawrin una cicatriz con forma de equis en la cara, recuerda agradecerle de mi parte que salvase la vida a mi padre, Lamry Kard, cazador de Dóer.
    —Lo haré —dijo mientras lanzaba al mercader una bolsita repleta de monedas—. ¿Tanto? Maese einherjar, no puedo aceptar...
    Pero el einherjar ya había espoleado a su caballo y se alejaba al trote. El einherjar visitó a otros mercaderes para comprar un nuevo abrigo, empezaba a hacer frío, se acercaba el invierno. Estaba mirando cuando sonó una campana. Cogió el abrigo, pagó más de lo que costaba y se fue subido a su caballo, al que llamó "Abeja".

    En la salida de la ciudad vio a la pequeña hija del maese Kard canturreando junto a otras niñas. La cancioncilla era una versión de otra que el einherjar ya había escuchado; decía así:
    "Un duendecillo
    Se balanceaba 
    Sobre la cuerda de la horca.
    Como veían
    Que no se moría
    Le lanzaron un cuchillo.
    Dos duendecillos
    Se balanceaban
    ..."
    El einherjar apartó la mirada de las niñas que hacían corro en el suelo y espoleó a su caballo. Mientras se alejaba de Dóer pensó: "Los goblins no roban, odian las costumbres humanas, pues no entienden cosas como que unas piezas de metal puedan tener tal importancia en el mundo de los Hombres. Esos goblins no robaron nada a nadie".
    Los robos siguieron sucediéndose en Dóer. Hubo un juicio rápido y otra cancioncilla para los auténticos ladrones.

domingo, 17 de abril de 2016

Canción VIII Eran Tan Hermosas...

    —Hermanito, ¿sigues ahí? —preguntó el niño rubio.
    —Sí, sigo aquí —respondió el niño pelirrojo.
    —Como te decía, seguí al extraño cuando se fue de la aldea, le faltaba un brazo, ¿sabías? Pero parecía que le daba igual, cogió sus cosas y ¡ala! Se fue de la aldea. Padre y madre dijeron que no me acercara a él cuando pasó cerca de casa pero cuando ellos entraron yo dije que iría a jugar pero al final no fui a jugar, ¿sabías? Oye... ¿Sigues ahí?
    —Sí... sigo aquí.
    —Pues eso, seguí al extraño fuera de la aldea y entonces se metió en el bosque y caminamos y caminamos y caminos y empezó a hacer más frío y más frío y más fríiiio y luego resulta que se volvió de noche, ¿sabías? Pero era una noche rara, no había ninguna estrella ni nada, el cielo estaba enteeeeeero de negro y tampoco había luna, ¿sabías? Oye... ¿sigues ahí?
    —Sí.
    —Y de repente el bosque se acabó y había una pradera muuuuy enorme con hierbas altas y muuuuy oscuras, no había luz, pero podía ver igual. Estaba el extraño y también había alguien más, era altíiiiiisimo, de como diez metros y tenía una túnica negra con una capucha. Al principio le daba la espalda al Einherjar, estaba ocupado cavando un agujero en el suelo con una pala gigantesca. Había muchos agujeros en el suelo, miiiiles de ellos, algunos estaban vacíos y otros estaban llenos pero toooooodos tenían unas piedras al lado con nombres escritos. ¿Sigues ahí? Supongo que sigues ahí. El extraño hablaba a la figura alta de la capa negra y raída, creo que estaba cubierta de telarañas, daba bastante asquito. Entonces el altísimo se dio la vuelta y se inclinó frente al extranjero. Luego de su espalda salió un brazo súuuuuuuuper largo que metió la mano en uno de los agujeros que ya estaban tapados y sacó un brazo. Se lo puso al extraño donde se le acababa el suyo y de repente unos hilos empezaron a coser el brazo nuevo al cuerpo del extraño. Me miró, ¿sabías? El altísimo me miró no se le veía la cara porque la capucha se la tapaba pero había unos puntitos amarillos que sí que se veían, eran ojos; tenía miiiiiles de ojos y  todos eran dorados y brillantes y toooodos ellos me miraban a mí. Escuché una voz en mi cabeza, bueno, eran muchísimas voces, igual que ojos tenía, ¿sabías? Las voces dijeron: "No debes estar aquí. Vete por donde has venido y no cuentes lo que has visto a nadie. Si le cuentas esto a alguien, morirá". Y entonces sentí cosquillas, muchos cosquillas, por todas partes. Tan pequeñitas... Sus diminutas patitas subiendo por mi cuerpo... Las lucecitas de sus ojos y la negrura de sus boquitas... ver sus colmillitos tan cerca... Esas arañitas... Eran tan hermosas... Parece que aún las veo... A veces creo ver el interior de sus diminutos estómagos. Eran tan hermosas... Hermanito, ¿sigues ahí? ¡Casi se me olvida decirte una cosa! Antes de los bichitos vi algo. De entre todos los agujeros había uno más pequeño y tu nombre estaba en la piedra que tenía al lado, ¿sabías?

    Tardaron cerca dos horas en sacar al niño pelirrojo de la maraña de telarañas que le cubría.
    Algunos vomitaron cuando vieron que los gruesos y pegajosos hilos salían de la boca, del estómago del niño de pelo rojizo.
    Algunos vomitaron cuando vieron el el rostro de su hermano de claros cabellos que, ignorante de la situación, seguía hablando con su hermano.
    Los padres de los niños prepararon un funeral para el niño pelirrojo, el niño rubio no pudo verlo, pues las hermosas arañitas se llevaron sus ojos.
 

viernes, 15 de abril de 2016

Canción VII Pesca antes del Amanecer

    Sorbían y tragaban. El reluciente y dorado licor mojaba sus labios y calentaba sus gargantas, había sido un duro día de trabajo en los muelles y, para variar, seguía sin haber pesca; eso colaboraba a acrecentar el mal humor y el número de arrugas en los ceños de los pescadores.
    Las jarras empezaron a pesar ridículamente poco, una joven de fornidas piernas y redondas nalgas les llevó otra bandeja con una nueva ronda de jarras y al dejarlas escuchó de nuevo una frase a la que no quería acostumbrarse: "Pagaremos cuando piquen, sabes que pagaremos cuando haya peces".
    El más afeado entre los pescadores llevaba largo rato mirando a una mesa solitaria y apartada en una esquina oscura; la mesa estaba iluminada por una titilante y débil vela que dejaba ver la pálida cara y los pálidos ojos cubiertos de sombras en danzante movimiento. Aunque lo intentaba, el pescador no comprendía el complicado proceso que el extraño hombre estaba llevando a cabo con hierbas, piedras y líquidos de diversos colores; mas no miraba por extrañeza o curiosidad, miraba con odio, ¿odio infundado? Probablemente. No le gustaban las historias sobre esos soldados retornados y ahora tenía a un Einherjar delante.
    —¿Qué estará haciendo esa basura aquí? Me da urticaria sólo de sentirlo aquí —comentó otro de los pescadores; realmente todos estaban observando al Einherjar. Otro de los pescadores lanzó un potente, cargado y gelatinoso esputo a las tablas de madera del suelo.
    —Primero no hay peces y ahora esto. Si no se ha ido mañana, nunca lo hará, ¿estamos?
    —Ahorraremos varios kilos de cebo esta semana.
    —Dudo que ni siquiera los peces lo quieran.
    El Einherjar apagó la vela con un soplido, sumiendo su rincón en la oscuridad, salió de entre las sombras y salió de la taberna. Un nuevo escupitajo cayó en el suelo.

    El Einherjar madrugó.
    Los pescadores madrugaron.
    Ambos lo hicieron para afilar sus armas. Aún no había amanecido cuando el Einherjar se subió a una barca y comenzó a navegar mar adentro. Los pescadores observaron cómo se alejaba, ya estaban hartos, esa era una de sus barcas. Observaron desde la orilla. La mayoría perdió de vista la embarcación y al más joven de ellos le pareció ver cómo se hundía de repente, le quitó importancia y atribuyó el espejismo a que, como sus camaradas, estaba envejeciendo.
    Esperaron una hora.
    Esperaron dos.
    Entonces algo emergió de entre las aguas: una cabeza con el pelo mojado y pegado a su cara. Era el Einherjar, todos agarraron sus machetes de pelar escamas y se pusieron en pie. El retornado salía lentamente a la superficie. Estaba semidesnudo, tenía una herida en su pectoral izquierdo, decenas de agujeros de salvajes dentelladas y mordiscos llenaban lo que quedaba de la parte izquierda de su cuerpo. Sorprendentemente, apenas sangraba; uno de los agujeros aún tenía un diente dentro. Algunos pescadores se estremecieron cuando el Einherjar salió completamente a la orilla, tenía la ropa hecha girones y otras dos heridas por mordiscos que no tenían tan mala pinta como la primera. Tiraba con su mano derecha de una cuerda, una que tenía algo muy pesado en el otro extremo.
    El más anciano de los pescadores soltó su pequeña hacha, llevaba sus más de sesenta años en el mar y creía que conocía a lo que allí moraba, pero nunca había visto un pez tan grande, con una boca tan ancha y con tantos dientes saliendo de ella. Más estremecedoras eran las heridas de la bestia, ninguno había visto nunca nada parecido, por uno de los costados de la bestia marina (la parte que correspondería a su costado, si lo tuviera) podían verse sus músculos y poderosa estructura ósea.
    Arrastró al monstruo, de unos seis metros de envergadura hasta donde estaban los pescadores y soltó lagélidamente húmeda cuerda, a la que la arena se pegó rápidamente y entonces, el monstruo erguido, mojado, blanco y pingante que estaba frente a ellos habló.
    —Excepto por la parte del costado debería de ser comestible, cortadlo evitando la parte carbonizada. No tendréis más problemas... —gruñó mientras se quitó el colmillo que tenía incrustado entre sus costillas, lo tiró a la arena pues, si la dentadura de ese monstruo tenía alguna propiedad útil, el Einherjar no la conocía— con la pesca de ahora en adelante. Siento lo de la barca, ahora tendréis peces y podréis pagar en la taberna.
    Y diciendo esto, el Einherjar se fue caminando lentamente, las sustancias que había tomado estaban empezando a perder efecto, un atisbo de dolor empezó a recorrer su pectoral y su hombro izquierdos, pues hasta ahí llegaba su brazo, los pescadores encontrarían el resto dentro del monstruo.

sábado, 9 de abril de 2016

Canción VI El Devorador de Buen Desembarco

    Hace semanas que no nos acercamos al sendero del bosque. Allí la caza es mejor, pero no nos acercamos. Quien entra ahí se convierte en el cazado y no regresa. Hace trece días empezaron a desaparecer personas, todas de noche. Al final encontramos la manera de evitar que nuestra gente siguiera desapareciendo. No, no te diré cuál es. Me he cansado de tus preguntas, ahora lárgate, haces que se me pudra la cerveza”.
    Ese anciano borracho fue el único que habló algo en claro sobre esa cosa que el Einherjar estaba buscando. El resto de Buen Desembarco tenía miedo de hablar, fuera por el Einherjar o por lo que habitaba en sus bosques. Sin embargo el Einherjar ya tenía lo que necesitaba, un lugar donde buscar, un plan que seguir. Buscó un callejón entre dos cabañas y un muro donde nadie pudiese molestarle, donde la sombra le cobijase y cerró los ojos.

    Tras el parpadeo, todo eran sombras, ya se había hecho de noche. Subió a su caballo y trotó por el camino que se alejaba de la aldea. Al cabo de un rato, el camino desapareció, cosa que le hizo extrañarse. Siguió galopando un trecho hasta que encontró otro camino, uno que se había allanado hacía poco; uno que iba directo… al bosque. Entonces el Einherjar comprendió. La manera para evitar que la criatura se llevase a los suyos era entregarle a otros. Ocultaron el camino que llevaba a la aldea y prepararon otro que les llevaría a la muerte, la aldea era grande y portuaria, perder el comercio terrestre debía de poder compensarse con el marítimo y el no perder más vecinos. El Einherjar dejó a su caballo atado en uno de los primeros árboles del bosque y se adentró en él utilizando el falso sendero.
    “Los cuervos no están”, pensó. Y era verdad, cuando le enviaban a cazar perdía la consciencia sobre sí mismo, o por lo menos algo parecido, y era algo parecido a un observador encerrado en su propio cuerpo. Esta vez él mismo era quien se movía, quien pensaba, quien sabía qué hacer. Siguió caminando.
     “Cabello oscuro y ojos pardos. No era de Buen Desembarco, seguramente no naciera en el continente”, pensaba el Einherjar, inclinado sobre el cadáver de un hombre de mediana edad que encontró al final del falso sendero, que desaparecía en medio del bosque. Cerca de él había otros cuerpos y herramientas. “Contrataron a gente de fuera de la comarca, gente que no supiese nada del Upyr, los mandaron eliminar el camino a la aldea y luego hacer otro dentro del bosque, debieron de trabajar hasta que el Upyr se les echó encima”.
    Pasos a su espalda.
    Por una parte, eso supuso un alivio para el Einherjar, llevaba un rato pensando en cómo atraerlo o tenderle una trampa; por otra parte, el Einherjar tenía de qué preocuparse, si el Upyr no se molestaba en ocultar su presencia antes de atacar, si no le había atacado antes, era porque no necesitaba evitar el enfrentamiento. El Einherjar se dio la vuelta y observó al Upyr. Estaba en su forma híbrida, un cruce entre hombre y murciélago, con grandes mandíbulas y afiladas garras y colmillos. Estaba desnudo, caminando encorvado entre la maleza y aún así medía más de dos metros de alto. Llevaba algo en su mano derecha: una gran pierna de caballo arrancada a la que ahora daba un buen bocado mientras seguía caminando hacia el Einherjar. “Lástima, era una buena montura”, pensó el Einherjar, antes de comenzar a recodar historias, leyendas que había oído sobre los Upyr. El ser agitó el brazo, lanzando la poderosa pata en dirección al Einherjar, que la esquivó lanzándose hacia delante en una voltereta  mientras se llevaba la mano a uno de sus bolsillos. Cuando alzó la mirada, el Upyr estaba sobre él, a escasos metros, preparado para golpear con un estridente chillido. El Einherjar sujetaba una piedra en su mano. Una ignitite. Estaba caliente. La orientó rápidamente hacia la monstruosa figura, mientras pensaba en la palabra adecuada. Una potente llamarada salió despedida de la piedra, impactando en el Upyr, que ahora se retorcía en el suelo envuelto en llamas. El Einherjar se acercó mientras seguía expulsando llamas y, de entre ellas, un gigantesco brazo apareció y lo golpeó, enviándolo varios metros atrás, haciendo que golpease uno de los árboles, haciéndole soltar la piedra.
    “Devoradores de vida. Se alimentan de la fuerza vital de los demás, una gran parte de ellos succiona la sangre de sus víctimas, otros sólo necesitan el contacto físico, otros absorben el alma una vez inmovilizan a sus víctimas”. El Einherjar se sintió débil, débil pero bien; no tenía mucha energía vital que le pudiesen robar. Este debía de ser de los que se alimentan por el contacto, debía tener cuidado. Se incorporó y vio a la bestia correr hacia él, con la velocidad del rayo, preparando sus garras. Y cuando estaba casi sobre él, se lanzó al suelo y rodó mientras recogía la piedra llameante, para lanzársela al Upyr en cuanto el Einherjar se incorporó. Cuando la piedra tocó la dura piel del monstruo, explotó en llamas, haciendo gritar a la bestia, llenando de llamas la zona. Pero el monstruo no se rendía, el Einherjar tendría que seguir esforzándose para acabar con la bestia. Debía recurrir a algo que no solía necesitar.
    Desenvainó su espada, creando un silbido que resonó por todo el bosque. Susurraba algo mientras observaba cómo el Upyr empezaba a correr hacia donde él estaba, aún envuelto en llamas, con su piel derritiéndose en llagas y quemaduras que consumían su interior. Ahora ambos monstruos estaban el uno frente al otro.
    La hoja de la espada refulgió con un brillo dorado y el calor del Sol, antes de flotar como una pluma, antes de que el Upyr fuese cortado en dos en un corte desde el hombro a la cadera, una herida que ya estaba cauterizada y carbonizada. Los dos enormes pedazos de carne muerta en llamas cayeron al suelo, quemando la maleza. La espada se enfrió, volviendo a su estado original, retornando a su funda. El Einherjar empuñó una vez más la flamígera piedra y susurró. Todas las llamas que consumían lentamente el bosque comenzaron a volar y se introdujeron en la piedra, calentándola por unos segundos. El bosque volvía a estar oscuro y el cuerpo del Upyr ya no estaba cubierto por el fuego.

    El Einherjar recorrió por horas el bosque, buscando cadáveres víctimas del Upyr. Encontró docenas a medio devorar y muchos esqueletos con arañazos de dientes en sus huesos, el Upyr aprovechaba bien la comida. Recogió las uñas de todos los que pudo encontrar y, para cuando hubo terminado, el Sol ya estaba saliendo. El Einherjar no podía llevar el cuerpo a caballo, pues no había caballo. En su lugar agarró cada una de las mitades y comenzó a arrastrarlas hacia Buen Desembarco, donde todos observaron cómo el Einherjar preparó el ritual para librarse por fin del Upyr, pues según las leyendas podría volver. Todos lo acompañaron al acantilado que había no lejos de allí, uno de los aldeanos llevaba un cofre que el Einherjar había pedido. El asesino de monstruos decapitó al monstruo y preparó una pira en la que quemó su cuerpo hasta que sólo quedaban cenizas; cenizas que un viento que los susurros del Einherjar invocaron se llevaron a la inmensidad del mar. Metió la cabeza en un cofre cerrado con llave que lanzó lo más lejos que pudo y destruyó la llave mientras todos observaban el cofre hundirse en el mar. Así el Upyr nunca volvería. El Einherjar no tardó en abandonar Buen Desembarco, esta vez sin montura, pues, como dijeron los lugareños: “Te estamos muy agradecidos, pero no tenemos ninguna montura para ti, que los dioses te acompañen”.

    Y el Einherjar se encaminó por otro sendero, mientras una pareja de cuervos lo observaban.

domingo, 3 de abril de 2016

Canción V Orden de Caza, Escalofrío

    Los cascos del caballo caían y se levantaban rítmicamente de las tablas de madera a medio secar. El Einherjar observaba desde lo alto del puente el fluir de las aguas.
    "Bravas, pero en equilibrio", pensó.
    Observó cómo un osezno intentaba imitar a su madre en el arte de la pesca. El graznido de un cuervo lo apartó de su contemplación de la naturaleza, llevando su mirada al frente. Por entre los árboles, siempre a milímetros de chocar con una rama iba uno; el otro volaba casi a ras de suelo.
    "Odio esto".
    El primer cuervo se zambulló en la boca del jinete, arrastrándose y retorciéndose para profundizar aún más en su garganta, que se ensanchaba y palpitaba cada vez más. El segundo cuervo hundió su pico en el ojo izquierdo del Einherjar, casi tirándolo de la montura, haciendo que notase cómo profundizaba en sus cuencas, penetrando en su cráneo mientras picoteaba su cerebro.
    No odiaba tanto la manera de recibir el mensaje como el perder parte de su voluntad, escuchar las voces de los cuervos en su cabeza, dirigiéndole a su próximo encargo.
    "Upyr".
    "Devorador de vida".
    "Al Oeste".
    "Encuéntralo y mátalo".
    El Einherjar se recompuso lentamente y se restregó el ojo izquierdo con los nudillos. Nunca le habían mandado a enfrentarse a una de esas monstruosidades. Una parte muy dentro del Einherjar tuvo un escalofrío.

jueves, 31 de marzo de 2016

Canción IV Padres, Hijos y Hermanos

    El viento azotaba los cabellos de Anrik el Pardo mientras observaba una franja oscura que se extendía hasta el infinito sobre la línea de la mar; observaba su hogar aproximándose mientras estaba apoyado en el mascarón de su poderosa embarcación, representando a un antiguo lagarto que escupía fuego. El Pardo llevaba mucho tiempo lejos del hogar y por fin, tras un prolongado año, el aroma de la tierra empezaba a representar la brisa salada del océano. El drakkar estaba cada vez más cerca de la costa de piedras redondeadas y arenas blancas. Dioses... todos aquellos aguerridos marineros ahora se enternecían, sintiendo el calor de sus hogares, de los fogatas que los calentarían en las noches y el simple hecho de poder gozar de las caricias de sus hijos y esposas tras un año... un largo año en que cada anochecer podía ser el último... en cualquier momento podrían no tener éxito en sus saqueos y quién sabe, en cualquier momento una de esas bestias de leyenda podría emerger de los negros abismos del océano para llevarse de vuelta a su negro agujero a Anrik el Pardo y su querida tripulación, junto con las riquezas que tanta sangre derramada costaron. Gracias a los dioses, ninguna de esas cosas pasó y el buen Anrik pronto abrazaría a sus pequeños Enrik y Ulrik. Llevaba tantas noches soñado con abrazar a sus pequeños y a su querida esposa... Y ahora, por fin, en una tibia mañana de primavera con un cielo azul sin nubes podría cumplir su anhelado sueño.

    El barco atracó en la playa. Los héroes de Ulwyin habían regresado y como orgullosos hijos de su patria, besaron la arena y las piedras con las que de niños jugaron. Pero Anrik no podía evitar echar algo en falta: nadie había salido a recibirlos. Caminó hacia la cabaña de pescadores más cercana a la playa, queriendo ser el primero en saludar a su querida prima. Lo encontró a él y a su hijo en un profundo letargo. Uno del que no consiguió alejarles. Dormían. Pero no podían ser despertados. Su hermano lo llamó desde fuera, tenía su hacha en la mano. Cuando salió de la cabaña, encontró a un cuervo picoteando el ojo izquierdo de un pescado a escasos metros de la entrada de la pequeña casa. El Pardo dirigió la mirada a donde su hermano le indicaba. Vio a un hombre, con escasa y ligera armadura de pie sobre el tejado de una de las casas, la más grande de la aldea: la casa de Anrik el Pardo.
    El capitán del bagel de velas negras desenvainó entonces su espada, mientras observaba al desconocido caminar sobre el tejado de la casa que él mismo construyó.
    El extraño lo miraba mientras caminaba.
    Un cuervo se posó sobre el hombro del desconocido mientras este metía la mano en uno de sus bolsillos. El Pardo no alcanzaba a ver qué hacía el hombre del cuervo. Sólo vio como se acercaba la mano a la cara, antes de oír algo parecido a un susurro. Entonces el desconocido movió el brazo en círculo, espantando a su cuervo, que voló con un graznido que se escuchó en toda la cala.
    Anrik el Pardo vio volar tres objetos hacia él. Por un segundo, vio que emitían un resplandor rojo.
    Entonces volvió a mirar a su tejado; el desconocido ya no estaba ahí, sino sobre él y sus hombres
    Un silbido cortó el aire. Fue rápidamente ahogado por los gritos de los piratas del Pardo mientras que el Einherjar no podía escucharlos; sólo escuchaba dos voces dentro de su cabeza que decían lo mismo una y otra vez:
    "Ladrones".
    "Piratas".
    "Asesinos de niños".
    "Violadores de niñas".
    "Quemadores de templos".
    "Mátalos a todos".

    Todos habían muerto. Sólo el Einherjar quedaba en pie, con su espada cubierta de sangre. Las voces se habían ido. Los cuervos habían desaparecido. El Einherjar pensó que últimamente sólo le enviaban a matar humanos. También pensó en qué se debe hacer tras matar humanos. Tenía tiempo para recoger las uñas de los treinta y cuatro piratas, el hechizo que pesaba sobre Ulwyin garantizaría que todos sus habitantes tendrían un profundo sueño por dos días más y el Einherjar ya se habría marchado.
    Prepararían piras y llorarían a aquellos a quienes llamaban padres, hijos y hermanos.
    Aquellos a los que otros llamaban asesinos de padres, hijos y hermanos.
    Aquellos a los que los cuervos marcaron.

    Aquellos a los que los dioses condenaron.

Canción III Espadas que Cortan Montañas y Bosques

    Algunos de ellos lo miraban fijamente sin hacer nada más, simplemente estaban ahí, hablando de él, especulando sobre su naturaleza mientras fruncían el ceño e inhalaban el humo de sus pipas y respiraban el aroma del bosque y la madera recién cortada.
    Algunos de ellos lo miraban de reojo entre sus movimientos con hachas y sierras, tal vez por respeto, más bien por miedo. El antes encapuchado estaba ahí, entre los leñadores y recolectores de setas, flores y frutos silvestres; caminaba entre ellos, proveniente de la pequeña aldea que había no muy lejos, había dejado allí su capa y algunas de sus pertenencias, aseguradas claro en una pequeña muralla rúnica. Sólo llevaba su pequeña espada a la espalda, su inseparable cuchillo y un cinturón rodeado con bolsas y bolsillos llenos con pequeños objetos y piedras de las que nunca se separaba.
    El sendero le llevó a la aldea, el hambre a la taberna y el deseo de un camastro a la posada. Se quedó sin monedas y preguntó cómo podría pagar su estancia o conseguir más monedas.
    “Podrías ayudar a los leñadores”, dijeron.

    Y así lo hizo. Y ahora todos lo miraban. Todos habían oído historias sobre los de su clase.
    —¿A qué has venido? —preguntó un barbudo corpulento que lo había mirado de reojo para luego volver a golpear con su gran hacha el árbol.
    —A ayudaros a cortar leña.
    El barbudo corpulento se giró, colocando su gran hacha en su hombro.
    —¿Crees que con esa navaja vas a cortar nada? ¿Crees que te dejaremos un hacha? Las hachas sí son armas de verdad, no ese mondadientes.
    El recién llegado guardó silencio, uno que fue interrumpido por una niña, hija del barbudo líder de los leñadores.
    —¿Eres un Einherjar? Nunca había visto uno.
    —Ya has visto a uno entonces, pequeña —respondió el forastero, inclinando la cabeza.
    —No hables a mi hija, monstruo —intervino el gigante, sujetando con fuerza su hacha.
    —Ella preguntó y yo respondí. ¿Algo más que quieras preguntar pequeña?
    El padre miró a su hija con su ceño fruncido, pero ella lo ignoró, estaba viendo por fin a uno de esos seres de los que hablan en las leyendas. Recordaba una en concreto.
    —¿Es verdad que tenéis espadas grandes como barcos y que con ellas podéis cortar montañas?
    Ahora el leñador no habló. Recordó que de pequeño también escuchó una leyenda que le contó su abuelo sobre un Einherjar que luchó contra un gigante, cortándolo en dos con un mandoble que cortó la montaña que el gigante tenía detrás. Y ahora él y su hija eran los primeros de su familia en tener a uno delante, quizás por eso de que es algo nuevo todos guardaban las distancias.
    —Bueno —dijo el Einherjar, llevándose la mano derecha a unos centímetros del costado, donde tenía el mango de su pequeña espada. La sacó sin prisa, todos tuvieron tiempo de observar el blanco fulgor sobre la hoja, algunos creyeron percibir un silbido cuando el Einherjar realizó una filigrana con ella, como si fuese ligera como una pluma—, salta a la vista que mi espada no es tan grande como una barca —dijo mientras contemplaba su hoja, hacía tiempo que no la desenvainaba—. Nunca he intentado cortar una montaña pero… ¿Cuánto tardarías en cortar ese árbol? —preguntó al líder de los leñadores mientras señalaba un grueso árbol con la punta de su arma, era uno de los que oyeron esa especie de silbido, aún creía seguir escuchándolo.
    —¿Ese de ahí? Varios minutos.
    El Einherjar entonces se pasó la mano por la barba y luego por la nuca mientras caminaba hacia el árbol. Algún bicho le había picado. Todos parecían concentrados en su nuca y más aún, en su espada.
    El Einherjar estaba a un metro del árbol cuando extendió el brazo, dejando que la hoja de su espada se posase sobre la negra y rocosa corteza.
    Levantó la espada en diagonal, sujetándola únicamente con una mano, flexionó las rodillas adelantando su pierna derecha y lanzó el poderoso mandoble. A unos cientos de metros estaba la aldea de los leñadores; todos sintieron el agudo silbido.
    En el bosque, un árbol acababa de caer con un crujido y un gran golpe contra el suelo.
    Largo tiempo lamentaron la pérdida de su ayuda en la tala de bosques tras que se fuera, doce días tras su llegada. La pequeña crecería y tendría hijos y estos los tuvieron a su vez.

    Y la historia del Einherjar que cortaba árboles de un solo mandoble con una sola mano usando una pequeña espada silbante pasó de generación en generación junto a la leyenda del Einherjar que cortó la montaña.

lunes, 28 de marzo de 2016

Canción II Curioso y Durmiente

    Hacía frío, las agujas de los pinos resistían para no salir volando, para no unirse al danzante tornado de copos de nieve. El aullido del viento de invierno resonaba en la cadena montañosa por la que descendía una figura oscura envuelta en una capa grisácea de cuero, tenía que sujetar la capucha con su congelada mano para el viento no se la quitase. Caminaba por un sendero de piedras y tierra húmedas, con tímidas briznas de hierba asomando por encima de la nieve.
    La ventisca empezó a perder fuerza, los árboles corrían un menor riesgo de salir volando y la sombra ya no tenía que tirar de su capucha. El encapuchado no caminó mucho más hasta que fijó su atención en una pequeña tienda de campaña en una zona allanada en medio de la bajada. La sombra siguió caminando para verlo mejor.
    Observó la tienda, estaba bien amarrada.
    “Un buen trabajo”, pensó.
    Entonces se fijó en la hoguera, tenía las brasas ennegrecidas y sus delgadas cenizas parecían querer huir del círculo de rocas que la componía.
    “Varios días apagada”, pensó el curioso.
    El encapuchado no quería pensar demasiado alto, no quería despertar al joven que estaba durmiendo, cubierto de mantas que habían sido movidas por el viento, dejando ver que el joven, de no más de veinticinco años estaba sujetando una pequeña espada.
    “Los lobos debían de preocuparle”.
    La sombra observó más detenidamente al joven. No tenía heridas, ni sangre, ni había huellas de animales, hombres u otras cosas en la nieve sobre la que se alzaba el pequeño campamento. Así que la sombra pensó que podía tratarse de uno de sus iguales o podría tratarse del cadáver de un hombre que tuvo un sueño demasiado profundo. De tratarse de la primera opción, hacía años que no se encontraba con otro de su misma naturaleza. De serlo, no quería despertarle, podría ser que el durmiente tuviese más suerte que el curioso y Aquellos Sobre Todos le permitieran tener sueños. Aunque el encapuchado no sabía lo que era soñar, pensaba que debía de ser algo hermoso y lo respetaba.
    La sombra se levantó y recogió una piedra ovalada del suelo, no más grande que la palma de su mano. Desató entonces su capa, que ondeó con una súbita ráfaga de viento y llevó su mano a la parte más baja de su espalda, de donde extrajo un pequeño cuchillo de su funda. Con su punta grabó en la curvada superficie de la piedra unas líneas que relucía con un fulgor violáceo. Se acercó la pequeña piedra a los labios y susurró muy bajito, pues no quería despertar al joven, si era uno como él:
    —Torni —que se traduce a nuestra lengua como “Torre”.
    Repitió el proceso con otras cuatro piedras, formando un pentágono en el suelo que contenía al pequeño campamento. Cuando colocó la última piedra guardó el cuchillo, volvió a colocar muy cuidadosamente las mantas para que cubriesen al joven, recogió unas ramas que colocó en la hoguera extinguida hacía días y se sentó dejándola entre ellos. Buscó en uno de sus bolsillos una piedra que estaba en un diminuto saquito. La piedra, de color rojo y amarillo cuyas tonalidades parecían moverse como llamas era una ignitite, una piedra que contiene y libera energía calorífica. El encapuchado colocó la piedra sobre las ramas secas y colocó su mano a medio metro sobre ella, un dibujo que tenía en su palma comenzó a brillar.
    —Bernn —dijo. Y las llamas aparecieron. “No dormirás sólo, no dormirás frío”, pensó.
    El encapuchado se recostó en la nieve, sintiendo como el calor de la hoguera recién invocada. Calculó que daría calor en todo el campamento durante al menos diecisiete horas. La nieve empezó desaparecer lentamente.
    —Sainë —susurró la palabra que se traduciría por “Muralla”. Las runas grabadas en las piedras brillaron, primero pareció como que unas torres se alzaron sobre las piedras y, tras ellas, una pared con reflejos cristalinos violáceos unió todas las torres, aislando el campamento.
    Y en un abrir y cerrar de ojos, las torres y murallas mágicas dejaron de verse, pero seguirían ahí para proteger al encapuchado y al durmiente hasta que el invocador mismo la levantase.
    “Buenas noches… o buen viaje” pensó el encapuchado, antes de cerrar los ojos.

    Abrió los ojos. Había sido un parpadeo. Aquellos Sobre Todos no permitían que el encapuchado soñase, para él, dormir era cerrar los ojos al dormir y lo siguiente era abrirlos al despertarse, sin nada en el medio, como un parpadeo. Por eso el encapuchado evitaba dormir lo más posible, era como que el espacio intermedio no existiese. La hoguera estaba apagada desde hacía mucho. No hacía frío y el suelo era verde, cubierto de vegetación y flores. Se fijó entonces en su compañero de sueño. Las mantas se habían volado del todo, quién sabe hacía cuánto. Su esquelética mano aún sujetaba el cuchillo. Su cara estaba deformada, hundida, con sus ojos resecos hundidos en sus cuencas. Estaba en descomposición. No era otro de su misma naturaleza, era un muchacho que se durmió en una tormenta y no se despertó. El encapuchado se apesadumbró, otra oportunidad perdida de preguntar a otro igual a él cómo eran los sueños, cómo se sentían, como se sentía soñar. Se incorporó, todos sus huesos crujieron. Observó el bosque, floreciendo con la primavera, había dormido demasiado, algo más de dos meses; un tiempo que para él no existió, fue sólo un parpadeo. Tras observar la floresta, susurró una palabra y las murallas mágicas desaparecieron, dejando surcos grises en las piedras antes grabadas con magia.
    —Si conseguiste superar la Matanza —habló la sombra al durmiente, quitándose la capucha—, espero que crucemos caminos de nuevo, aunque cuando lo hagamos ninguno tengamos consciencia del otro. Si no lo hiciste, necesitarás tus posesiones en el otro lado. Sólo me llevaré una cosa y te dejaré descansar.
    Agarró la pequeña espada que siempre llevaba pegada a la espalda, con su punta hacia arriba y su mango hacia abajo para hacer más rápido su desenfunde, se agachó sobre el durmiente y sujetó sus dedos, colocando la punta de su espada bajo cada una de sus uñas, para luego quitárselas y entregarlas de la misma forma que siempre hacía. Una vez acabó, dio la espalda al durmiente y a su tienda, caída hacía semanas, dejando que moscas y gusanos que llevaban generaciones observando una comida a la que no podían acceder desde el exterior de la barrera se acercasen al festín de su vida. Los lobos no tardaron en llegar tampoco.

    El encapuchado los escuchó gruñir, aullar y masticar mientras se iba, siguiendo el sendero que recorrió meses atrás, minutos atrás para él, sin tener nunca la certeza de a dónde lo llevaría ese sendero, cualquier sendero.

Canción I Cazador de Piedras Rojas

    —Tienes que tranquilizarte, niño.
    Pero el niño no podía calmarse.                                                                                      
    Había dos niños, envueltos en un abrigo de pieles cuyo fino pelaje de corzo se agitaba con el viento del invierno. Un tímido y diminuto copo de nieve, débil e indefenso buscó refugio del frío que el mismo llevaba entre el pelaje de la capucha del más joven. Su abrigo le quedaba grande, hacía tres inviernos que su hermano dejó de usarlo y el pequeño tenía que usar correas para mantenerlo ceñido a su pequeño y pálido cuerpo, aún inexperto al frío tras casi una treintena de estaciones.             
    Casi nunca tenía ropa nueva.                                                                                           
    —Por los dioses… —comentaba uno de los cinco hombres, arrodillado frente a dos bultos, uno más grande que el otro. Uno de los bultos tenía una coraza, aún tenía su espada entre sus dedos, siempre fue una posesión muy preciada para él. El agua de un charco de aguas teñidas de rojo hacia ondular la barba del segundo bulto— ¿Quién haría algo así?
    —Hjart… Oh, Hjart… —lloraba el hombre que no tenía pelo bajo su casco forrado de pelaje de castor. Se negaba a reconocer que las tripas de su hermano no debían estar en el suelo, que no deberían salir de una herida que le iba desde la cadera hasta el hombro. Se negaba a entender que su hermano mayor no volvería a cabalgar a su lado.           
    El tercer hombre vomitaba en la nieve, calentándola, generando un pequeño halo de vapor que se perdía en el viento. El cuarto callaba y el quinto apretaba con fuerza el mango de su hacha, tornándose hacia la espesura, hacia cada rincón y cada esquina de las pequeñas casas de piedra en busca de sonidos que él mismo se imaginaba. No podían sino ser fruto de su imaginación, nadie quedaba en la apartada aldea de Frienyll. Los dos cadáveres se aseguraron de asesinar a las cuatro familias que allí vivían, no llegaron a tocar a los dos hermanos.
    —Tenemos que irnos de aquí.      
    —Cállate —susurró el líder bandido. No quería susurrar, pero el te-mor de atraer a quién sabe qué le forzó a ello. Ahora se arrodilló frente a los niños. Puso una mano en cada uno de sus pequeños hombros. Habló. Pero no escuchaban. El pequeño miraba la empuñadura del cuchillo del hombre, se parecía al que hacía poco adornaba la cabeza de su madre. El mayor miraba los cadáveres que sembraban el camino nevado. Semanas antes observó al gato de la familia cazar a una familia de rato-nes, no le gustó lo que vio. No le gustó convertirse en la familia de ra-tones. Nunca olvidará haberlo sido—. ¿Vísteis al que lo hizo? —los niños callaban, el viento aullaba— ¿Visteis algo? —de poder hablar, no lo harían.
     —¡Déjale en paz! ¡Monstruo! —gritó el hermano sin hermano, espantando con la mano a un cuervo que se posó sobre la cabeza de su hermano. No pudo evitar que se llevase su ojo izquierdo— Oh, Hjart… ¿Qué va a ser de mí…?           
    El cuervo posó sus garras en el tejado de la casa que el hombre del cuchillo tenía de espaldas. Otro cuervo apareció de entre las nubes. Partieron el ojo, tragaron sus partes y bebieron sus fluidos.
    —¡Tenemos que irnos ya, Jrimn! —gritó uno de los hombres. Otro dejó caer su arma y se lanzó a la carrera, perdiéndose en la espesura de pinos nevados.         
    Ahora los niños no miraban ni a los muertos ni al cuchillo.
    Ambos miraban a los cuervos.
    Y los cuervos los miraron. Cada uno miraba al que tenía enfrente.
    El hombre del cuchillo seguía hablando.
    Pero el pequeño no lo escuchaba a él.
    Escuchaba un susurro. En un idioma jamás escuchado, jamás aprendido, entonado por una voz jamás escuchada, jamás conocida. La voz ahogada del hombre del cuchillo empieza a aclararse.
    —¡…úchame, niño! ¡Dime qué has…      
    Los niños ya no miran a los cuervos. No hay cuervos. Tal vez nunca los hubo. Ahora miran fijamente al hombre del cuchillo. Al asesino. El infante ha cambiado; no hay miedo en sus ojos. Mete la mano en su bolsillo y sostiene el pequeño objeto con sus menudas manos. Una piedra de color rojo, un pedazo de una mayor, con una inscripción igualmente quebrada.
    —¿Qué tienes a…?
    El graznido de un cuervo explotó en la aldea, resonando por cada sima de la montaña.
    Las caras de los niños se llenaron de sangre, así como la reluciente coraza del asesino. Sobre ellos, aparecida en un parpadeo, una sombra oscura blandiendo una espada. Ahora había un sexto hombre en la aldea.
    No. No era otro hombre.
    Era un cadáver. Uno que se movía.
    En el momento en que la cabeza del hombre del cuchillo tocó el suelo, antes de empezar a rodar, el resto de hombres malos aún no había reaccionado. El cadáver que se movía volvió a desaparecer.
    El pequeño cerró los ojos. Un susurro le dijo que lo hiciera en un idioma que no entendía.
    Al mayor no le dijo que cerrara los ojos. Minutos atrás había sido obligado a ver cómo unos bandidos masacraban su pequeña aldea, cómo apuñalaron y degollaron a sus vecinos, aquellos con los que había crecido. A escuchar el hueco sonido del cráneo de su madre al ser apuñalado. Ahora veía algo que no había visto antes. Veía un monstruo destrozar a los gatos. Le pareció horrible, quería apartar la mirada, la voz no se lo impedía pero no lo hizo, quería seguir viendo cómo aquella sombra los despedazaba.
    Nunca olvidaría a aquel monstruo.
    Los hermanos volverían a cabalgar juntos.           
    —¡Hay otro aquí! —gritó el guardia, antes de estornudar. Hacía frío.   
    —Nosotros —dijo el soldado más joven, ya se había recuperado de haber vomitado un par de veces— hemos encontrado a otro en el bos-que, no lejos de aquí.   
    —¿Todos sin uñas?
    —Todos sin uñas, señor.   
    —No quiero imaginarme lo que ha pasado aquí.
    —Los niños, ¿han hablado ya?     
    —Aún no, señor. Es normal, después de todo lo que ha pasado.
    —¿Qué haremos con ellos, señor? La siguiente aldea está lejos y a-penas nos queda comida para el regreso.
    “Su familia ha muerto. Sus amigos han muerto”. Pensó el capitán. “Tardaremos en bajar de estos riscos… y nuestros estómagos son más grandes que ellos”. Al capitán nunca le gustaron los niños. “Además… nunca me gustaron los niños y empiezo a tener hambre… Nadie sabe lo que ha pasado aquí arriba, tan lejos del valle… Nadie echaría de menos a un par de…”.
    Sus pensamientos fueron interrumpidos por extrañas palabras. Extraños susurros que sólo había oído una vez, fue en una taberna, tres días atrás. Algo dentro de su cabeza le habló y, antes de darse cuenta, había preparado un equipo y partía en dirección a la pequeña aldea perdida de Frienyll. No sabía por qué o para qué. Simplemente la voz le dijo que lo hiciera, de la misma forma que ahora vuelve a hablarle.       
    —Cogeremos a los niños y los llevaremos al valle. Racionaremos la comida y los niños comerán primero —dijo lentamente.    
    —Pero…
    —Nada de peros. Obedeced o clavaré vuestras cabezas en una pica.     
    El capitán nunca había hablado así a sus hombres. No volvería a hacerlo, volvería a ser un capitán que se preocupaba más de sus placeres que de las necesidades de los demás. Y esa única vez, sus hombres obedecieron una orden que no les beneficiaría a ellos.

    No lejos de allí, oculto entre los pinos había una sombra. Estaba ahí, sentado en la nieve, entre las piedras y los arbustos con las piernas cruzadas, susurrando palabras extrañas a unas pálidas manos que sostenían algo a la altura de su boca.
    Una vez hubo terminado, guardó los pequeños trozos de piedra grabados en uno de sus bolsillos. Ahora sacaba dos piedras. Ambas rojas, ambas quebradas, ambas con una inscripción fragmentada que coincidía con la otra. La sombra cerró su puño con las piedras dentro y susurró:
    —Ainis.
    Y cuando abrió su mano, había una única piedra con una única runa tallada en una superficie cristalina y perfecta de un color rojo ardiente como la sangre que la pequeña piedra contenía. La sombra guardó la pequeña piedra y tomó ahora una bolsa de cuero. Vació su contenido en la palma de su mano izquierda.
    Uñas.
    Arrancadas hacía poco.     
    Aún tenían sangre.            
    A la sombra le hubiese gustado hacerlo cuando aún podían haberlo sentido, pero deben arrancarse cuando el cuerpo carece de vida
    Cerró su puño, lo acercó a sus labios y bajo la atenta mirada de dos cuervos gemelos que estaban frente a él, susurró la mágica, terrible y olvidada palabra:
    —Naglfar.
    Abrió de nuevo el puño. Las uñas habían desaparecido.
    Los cuervos estaban satisfechos y dejaron de estar ahí, al lado de la sombra.
    La sombra estaba cansada, se quitó la capucha, acarició su cara, su barba y su pelo y volvió a cubrir su cabeza y rostro.
    Y así, la sombra se acostó en la nieve y se sumió en el inexistente sueño de la muerte.