Reconocieron al muchacho por sus ropas de colores ocres y amarillos además de por un anillo de madera que le había regalado su madre. Tras días de búsqueda por el bosque, no lograron encontrar su cabeza. En realidad todos sabían que no aparecería, ni la cabeza ni sus piernas, ni su brazo izquierdo, pero no podían negar un gesto tan simple como una batida a la abatida mujer. Una vez más, no lograron nada; sólo podían preparar otro funeral y pensar en quién sería el siguiente, pues la bestia que se llevaba a ciertos incautos seguía un pautado calendario; mataba para comer, o eso creían, y siempre una vez cada luna llena exactamente. Normalmente se llevaba a chicos y chicas de carne joven y blanda que andaban despistados por el bosque y, si sus víctimas no tenían esa suerte, la criatura llegaba a llevárselos de sus propias casas, llevándose a una sola víctima por cada vez.
¿Intentaron defenderse alguna vez? Claro que sí, pero ni siquiera estaban seguros de qué aspecto tenía; algo parecido a un lobo gigantesco que se alzaba sobre dos piernas. Nunca se había llevado niños, así que estos, ignorantes, simplemente cantaban sobre lo que no entendían.
"Corre, corre.
¡Qué resbalón!
Repta, repta.
¡Arrastrarse intentó!
Llora, llora.
¡Su pierna agarró!
Grita, grita.
¡Su cabeza se comió!"
Una noche, cumplida la luna desde el chico de ropajes amarillos, una parejita de adolescentes, de poco más de diecisiete años, paseaba por el linde del río. Iban demasiado ensoñados como para darse cuenta de que una enorme bestia los seguía, cuidando no hacer ni el más mínimo ruido. Los chicos eran un cebo demasiado fácil, demasiado tentador. Aquella noche el licántropo se sentía especialmente goloso, esta vez cogería a la chica. Los jóvenes se detuvieron, sentándose en una manta sobre la que se podía ver una cesta repleta de fruta. "Qué mono, le ha preparado una sorpresa". Pensó el licántropo, cuya máxima preocupación era que el sonido de su estómago alertase a su cena. No necesitaba hacerlo sigilosamente o con cuidado, pero esa noche estaba juguetón, le apetecía acecharlos y luego llevársela ante la mirada del chico.
El chico posó lentamente una fresa en los labios de la chica.
El chico no aguantaba más, quería besarla, saborear sus labios de fresa.
El licántropo no aguantaba más, quería arrancarle los labios de un bocado y sentir su tierna textura bajar por su esófago. Preparó sus patas traseras para el impulso y...
—¿Has oído eso? Era como... un silbido —preguntó la chica.
—Seguramente sea el vientro... —respondió el chico antes de besarla.
Unos metros más allá, el einherjar sostenía por un lado el cuerpo del hombre lobo y por el otro su cabeza, cercenada en corte limpio y ascendente que hizo volar la poderosa testa antes de que la recogiese al vuelo tras envainar su espada silbante, no quería hacer un ruido que asustase a los chicos, que estaban muy entretenidos. Un parpadeo. El einherjar y su presa ya no estaban ahí, sino en la plaza del pueblo, donde dejó caer los restos del hombre lobo, antes de recoger de entre unas hierbas una pequeña piedra roja, el objeto que hizo posible el teletransporte. Pidió dos estacas al primer aldeano que respondiese y clavó en ellas el cuerpo y la cabeza del monstruo respectivamente. El einherjar no se quedó para ver la sorpresa de todos cuando el licántropo perdió pelo, músculos y dientes para transformarse en la desnuda madre del chico de ropajes amarillos. No era consciente de la maldición ni de lo que hacía cada luna llena. Quizás el einherjar debió intentar razonar con el licántropo, pues la mayoría tienen una inteligencia que oscila entre la media y la media baja o podría haber intentado levantar la maldición; quizás la próxima vez.
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