sábado, 30 de abril de 2016

Canción XII Boca Grande y Caliente

    Todos escuchaban a aquel hombre subido a aquella carreta. Todos estaban absortos, ya no se acordaban de problemas mundanos como las cosechas o si sus hijos se comían la verdura o el número de ratas que había en cada casa. "Ooooooh", exclamó la multitud cuando el hombre que no paraba de gritar mientras sacaba pecho exhibía el hacha con el que había matado al dragón. La hoja del arma refulgió las luces de las antorchas de la plaza, reflejándose en los ojos de los niños. Una mujer anciana observaba a través de la ventana a quien ella denominó en su cabeza cómo "Ese Extranjero con una Boca Grande y Calentada" agitaba su hacha en el aire, decapitando enemigos imaginarios. La anciana murmuraba y sólo su pequeña nieta, medio dormida en su cuna.
    —Dragones... Los dragones no existen. No puedes matar algo que no existe. Ese extranjero sólo ha traído el diente de algún oso y todos le creen cuando dice que ha matado a un... ¡un dragón! ¡Mira! Ya están dándole monedas en agradecimiento. No me fío de los extranjeros. Seguramente el mismo es el que ha secuestrado a esas ovejas para engañar a todos. Dragones... ¡Qué bobada! ¡Los ha engañado a todos con sus historias de lagartos que escupen fuego! ¡Si existiesen, ese idiota ahora estaría nadando en el estómago de uno!

    Pasaron cerca de tres semanas hasta que un caballo negro cabalgado por un hombre envuelto en un abrigo pasó cerca de la aldea en que hacía algún tiempo, un extranjero clamaba haber matado a un dragón. El einherjar detuvo a su montura y observó desde la lejanía de una colina los restos carbonizados de la pequeña población. Aunque él desconocía la historia del falso asesino de dragones, para él era obvio que aquella aldea ennegrecida habría necesitado uno.
    Sólo hay un problema: no existen los asesinos de dragones.
    Y si había un dragón en los alrededores, él debía alejarse y así lo hizo. Montó a Abeja y juntos se alejaron al galope, sin siquiera pensar en mirar atrás.

    La anciana no se equivocaba. Los dientes que el extranjero llevó como prueba no eran de un dragón. Sólo era un farsante que buscaba una comida y una cama fácil.
    La anciana se equivocaba. Hay dragones más allá, con bocas grandes y calientes. Dragones a los que no les gusta que nadie se tome su nombre a la ligera, un motivo perfectamente legítimo para que uno de ellos se despertase y volase a quemar una aldea de doscientos habitantes. Ni siquiera lo hizo para comer, simplemente se tumbó en lo más hondo de una cueva cercana y durmió con la dulce nana de los gritos de todas aquellas familias, una melodía que se repetiría en sus sueños durante años.

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