lunes, 28 de marzo de 2016

Canción I Cazador de Piedras Rojas

    —Tienes que tranquilizarte, niño.
    Pero el niño no podía calmarse.                                                                                      
    Había dos niños, envueltos en un abrigo de pieles cuyo fino pelaje de corzo se agitaba con el viento del invierno. Un tímido y diminuto copo de nieve, débil e indefenso buscó refugio del frío que el mismo llevaba entre el pelaje de la capucha del más joven. Su abrigo le quedaba grande, hacía tres inviernos que su hermano dejó de usarlo y el pequeño tenía que usar correas para mantenerlo ceñido a su pequeño y pálido cuerpo, aún inexperto al frío tras casi una treintena de estaciones.             
    Casi nunca tenía ropa nueva.                                                                                           
    —Por los dioses… —comentaba uno de los cinco hombres, arrodillado frente a dos bultos, uno más grande que el otro. Uno de los bultos tenía una coraza, aún tenía su espada entre sus dedos, siempre fue una posesión muy preciada para él. El agua de un charco de aguas teñidas de rojo hacia ondular la barba del segundo bulto— ¿Quién haría algo así?
    —Hjart… Oh, Hjart… —lloraba el hombre que no tenía pelo bajo su casco forrado de pelaje de castor. Se negaba a reconocer que las tripas de su hermano no debían estar en el suelo, que no deberían salir de una herida que le iba desde la cadera hasta el hombro. Se negaba a entender que su hermano mayor no volvería a cabalgar a su lado.           
    El tercer hombre vomitaba en la nieve, calentándola, generando un pequeño halo de vapor que se perdía en el viento. El cuarto callaba y el quinto apretaba con fuerza el mango de su hacha, tornándose hacia la espesura, hacia cada rincón y cada esquina de las pequeñas casas de piedra en busca de sonidos que él mismo se imaginaba. No podían sino ser fruto de su imaginación, nadie quedaba en la apartada aldea de Frienyll. Los dos cadáveres se aseguraron de asesinar a las cuatro familias que allí vivían, no llegaron a tocar a los dos hermanos.
    —Tenemos que irnos de aquí.      
    —Cállate —susurró el líder bandido. No quería susurrar, pero el te-mor de atraer a quién sabe qué le forzó a ello. Ahora se arrodilló frente a los niños. Puso una mano en cada uno de sus pequeños hombros. Habló. Pero no escuchaban. El pequeño miraba la empuñadura del cuchillo del hombre, se parecía al que hacía poco adornaba la cabeza de su madre. El mayor miraba los cadáveres que sembraban el camino nevado. Semanas antes observó al gato de la familia cazar a una familia de rato-nes, no le gustó lo que vio. No le gustó convertirse en la familia de ra-tones. Nunca olvidará haberlo sido—. ¿Vísteis al que lo hizo? —los niños callaban, el viento aullaba— ¿Visteis algo? —de poder hablar, no lo harían.
     —¡Déjale en paz! ¡Monstruo! —gritó el hermano sin hermano, espantando con la mano a un cuervo que se posó sobre la cabeza de su hermano. No pudo evitar que se llevase su ojo izquierdo— Oh, Hjart… ¿Qué va a ser de mí…?           
    El cuervo posó sus garras en el tejado de la casa que el hombre del cuchillo tenía de espaldas. Otro cuervo apareció de entre las nubes. Partieron el ojo, tragaron sus partes y bebieron sus fluidos.
    —¡Tenemos que irnos ya, Jrimn! —gritó uno de los hombres. Otro dejó caer su arma y se lanzó a la carrera, perdiéndose en la espesura de pinos nevados.         
    Ahora los niños no miraban ni a los muertos ni al cuchillo.
    Ambos miraban a los cuervos.
    Y los cuervos los miraron. Cada uno miraba al que tenía enfrente.
    El hombre del cuchillo seguía hablando.
    Pero el pequeño no lo escuchaba a él.
    Escuchaba un susurro. En un idioma jamás escuchado, jamás aprendido, entonado por una voz jamás escuchada, jamás conocida. La voz ahogada del hombre del cuchillo empieza a aclararse.
    —¡…úchame, niño! ¡Dime qué has…      
    Los niños ya no miran a los cuervos. No hay cuervos. Tal vez nunca los hubo. Ahora miran fijamente al hombre del cuchillo. Al asesino. El infante ha cambiado; no hay miedo en sus ojos. Mete la mano en su bolsillo y sostiene el pequeño objeto con sus menudas manos. Una piedra de color rojo, un pedazo de una mayor, con una inscripción igualmente quebrada.
    —¿Qué tienes a…?
    El graznido de un cuervo explotó en la aldea, resonando por cada sima de la montaña.
    Las caras de los niños se llenaron de sangre, así como la reluciente coraza del asesino. Sobre ellos, aparecida en un parpadeo, una sombra oscura blandiendo una espada. Ahora había un sexto hombre en la aldea.
    No. No era otro hombre.
    Era un cadáver. Uno que se movía.
    En el momento en que la cabeza del hombre del cuchillo tocó el suelo, antes de empezar a rodar, el resto de hombres malos aún no había reaccionado. El cadáver que se movía volvió a desaparecer.
    El pequeño cerró los ojos. Un susurro le dijo que lo hiciera en un idioma que no entendía.
    Al mayor no le dijo que cerrara los ojos. Minutos atrás había sido obligado a ver cómo unos bandidos masacraban su pequeña aldea, cómo apuñalaron y degollaron a sus vecinos, aquellos con los que había crecido. A escuchar el hueco sonido del cráneo de su madre al ser apuñalado. Ahora veía algo que no había visto antes. Veía un monstruo destrozar a los gatos. Le pareció horrible, quería apartar la mirada, la voz no se lo impedía pero no lo hizo, quería seguir viendo cómo aquella sombra los despedazaba.
    Nunca olvidaría a aquel monstruo.
    Los hermanos volverían a cabalgar juntos.           
    —¡Hay otro aquí! —gritó el guardia, antes de estornudar. Hacía frío.   
    —Nosotros —dijo el soldado más joven, ya se había recuperado de haber vomitado un par de veces— hemos encontrado a otro en el bos-que, no lejos de aquí.   
    —¿Todos sin uñas?
    —Todos sin uñas, señor.   
    —No quiero imaginarme lo que ha pasado aquí.
    —Los niños, ¿han hablado ya?     
    —Aún no, señor. Es normal, después de todo lo que ha pasado.
    —¿Qué haremos con ellos, señor? La siguiente aldea está lejos y a-penas nos queda comida para el regreso.
    “Su familia ha muerto. Sus amigos han muerto”. Pensó el capitán. “Tardaremos en bajar de estos riscos… y nuestros estómagos son más grandes que ellos”. Al capitán nunca le gustaron los niños. “Además… nunca me gustaron los niños y empiezo a tener hambre… Nadie sabe lo que ha pasado aquí arriba, tan lejos del valle… Nadie echaría de menos a un par de…”.
    Sus pensamientos fueron interrumpidos por extrañas palabras. Extraños susurros que sólo había oído una vez, fue en una taberna, tres días atrás. Algo dentro de su cabeza le habló y, antes de darse cuenta, había preparado un equipo y partía en dirección a la pequeña aldea perdida de Frienyll. No sabía por qué o para qué. Simplemente la voz le dijo que lo hiciera, de la misma forma que ahora vuelve a hablarle.       
    —Cogeremos a los niños y los llevaremos al valle. Racionaremos la comida y los niños comerán primero —dijo lentamente.    
    —Pero…
    —Nada de peros. Obedeced o clavaré vuestras cabezas en una pica.     
    El capitán nunca había hablado así a sus hombres. No volvería a hacerlo, volvería a ser un capitán que se preocupaba más de sus placeres que de las necesidades de los demás. Y esa única vez, sus hombres obedecieron una orden que no les beneficiaría a ellos.

    No lejos de allí, oculto entre los pinos había una sombra. Estaba ahí, sentado en la nieve, entre las piedras y los arbustos con las piernas cruzadas, susurrando palabras extrañas a unas pálidas manos que sostenían algo a la altura de su boca.
    Una vez hubo terminado, guardó los pequeños trozos de piedra grabados en uno de sus bolsillos. Ahora sacaba dos piedras. Ambas rojas, ambas quebradas, ambas con una inscripción fragmentada que coincidía con la otra. La sombra cerró su puño con las piedras dentro y susurró:
    —Ainis.
    Y cuando abrió su mano, había una única piedra con una única runa tallada en una superficie cristalina y perfecta de un color rojo ardiente como la sangre que la pequeña piedra contenía. La sombra guardó la pequeña piedra y tomó ahora una bolsa de cuero. Vació su contenido en la palma de su mano izquierda.
    Uñas.
    Arrancadas hacía poco.     
    Aún tenían sangre.            
    A la sombra le hubiese gustado hacerlo cuando aún podían haberlo sentido, pero deben arrancarse cuando el cuerpo carece de vida
    Cerró su puño, lo acercó a sus labios y bajo la atenta mirada de dos cuervos gemelos que estaban frente a él, susurró la mágica, terrible y olvidada palabra:
    —Naglfar.
    Abrió de nuevo el puño. Las uñas habían desaparecido.
    Los cuervos estaban satisfechos y dejaron de estar ahí, al lado de la sombra.
    La sombra estaba cansada, se quitó la capucha, acarició su cara, su barba y su pelo y volvió a cubrir su cabeza y rostro.
    Y así, la sombra se acostó en la nieve y se sumió en el inexistente sueño de la muerte.  

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