lunes, 28 de marzo de 2016

Canción II Curioso y Durmiente

    Hacía frío, las agujas de los pinos resistían para no salir volando, para no unirse al danzante tornado de copos de nieve. El aullido del viento de invierno resonaba en la cadena montañosa por la que descendía una figura oscura envuelta en una capa grisácea de cuero, tenía que sujetar la capucha con su congelada mano para el viento no se la quitase. Caminaba por un sendero de piedras y tierra húmedas, con tímidas briznas de hierba asomando por encima de la nieve.
    La ventisca empezó a perder fuerza, los árboles corrían un menor riesgo de salir volando y la sombra ya no tenía que tirar de su capucha. El encapuchado no caminó mucho más hasta que fijó su atención en una pequeña tienda de campaña en una zona allanada en medio de la bajada. La sombra siguió caminando para verlo mejor.
    Observó la tienda, estaba bien amarrada.
    “Un buen trabajo”, pensó.
    Entonces se fijó en la hoguera, tenía las brasas ennegrecidas y sus delgadas cenizas parecían querer huir del círculo de rocas que la componía.
    “Varios días apagada”, pensó el curioso.
    El encapuchado no quería pensar demasiado alto, no quería despertar al joven que estaba durmiendo, cubierto de mantas que habían sido movidas por el viento, dejando ver que el joven, de no más de veinticinco años estaba sujetando una pequeña espada.
    “Los lobos debían de preocuparle”.
    La sombra observó más detenidamente al joven. No tenía heridas, ni sangre, ni había huellas de animales, hombres u otras cosas en la nieve sobre la que se alzaba el pequeño campamento. Así que la sombra pensó que podía tratarse de uno de sus iguales o podría tratarse del cadáver de un hombre que tuvo un sueño demasiado profundo. De tratarse de la primera opción, hacía años que no se encontraba con otro de su misma naturaleza. De serlo, no quería despertarle, podría ser que el durmiente tuviese más suerte que el curioso y Aquellos Sobre Todos le permitieran tener sueños. Aunque el encapuchado no sabía lo que era soñar, pensaba que debía de ser algo hermoso y lo respetaba.
    La sombra se levantó y recogió una piedra ovalada del suelo, no más grande que la palma de su mano. Desató entonces su capa, que ondeó con una súbita ráfaga de viento y llevó su mano a la parte más baja de su espalda, de donde extrajo un pequeño cuchillo de su funda. Con su punta grabó en la curvada superficie de la piedra unas líneas que relucía con un fulgor violáceo. Se acercó la pequeña piedra a los labios y susurró muy bajito, pues no quería despertar al joven, si era uno como él:
    —Torni —que se traduce a nuestra lengua como “Torre”.
    Repitió el proceso con otras cuatro piedras, formando un pentágono en el suelo que contenía al pequeño campamento. Cuando colocó la última piedra guardó el cuchillo, volvió a colocar muy cuidadosamente las mantas para que cubriesen al joven, recogió unas ramas que colocó en la hoguera extinguida hacía días y se sentó dejándola entre ellos. Buscó en uno de sus bolsillos una piedra que estaba en un diminuto saquito. La piedra, de color rojo y amarillo cuyas tonalidades parecían moverse como llamas era una ignitite, una piedra que contiene y libera energía calorífica. El encapuchado colocó la piedra sobre las ramas secas y colocó su mano a medio metro sobre ella, un dibujo que tenía en su palma comenzó a brillar.
    —Bernn —dijo. Y las llamas aparecieron. “No dormirás sólo, no dormirás frío”, pensó.
    El encapuchado se recostó en la nieve, sintiendo como el calor de la hoguera recién invocada. Calculó que daría calor en todo el campamento durante al menos diecisiete horas. La nieve empezó desaparecer lentamente.
    —Sainë —susurró la palabra que se traduciría por “Muralla”. Las runas grabadas en las piedras brillaron, primero pareció como que unas torres se alzaron sobre las piedras y, tras ellas, una pared con reflejos cristalinos violáceos unió todas las torres, aislando el campamento.
    Y en un abrir y cerrar de ojos, las torres y murallas mágicas dejaron de verse, pero seguirían ahí para proteger al encapuchado y al durmiente hasta que el invocador mismo la levantase.
    “Buenas noches… o buen viaje” pensó el encapuchado, antes de cerrar los ojos.

    Abrió los ojos. Había sido un parpadeo. Aquellos Sobre Todos no permitían que el encapuchado soñase, para él, dormir era cerrar los ojos al dormir y lo siguiente era abrirlos al despertarse, sin nada en el medio, como un parpadeo. Por eso el encapuchado evitaba dormir lo más posible, era como que el espacio intermedio no existiese. La hoguera estaba apagada desde hacía mucho. No hacía frío y el suelo era verde, cubierto de vegetación y flores. Se fijó entonces en su compañero de sueño. Las mantas se habían volado del todo, quién sabe hacía cuánto. Su esquelética mano aún sujetaba el cuchillo. Su cara estaba deformada, hundida, con sus ojos resecos hundidos en sus cuencas. Estaba en descomposición. No era otro de su misma naturaleza, era un muchacho que se durmió en una tormenta y no se despertó. El encapuchado se apesadumbró, otra oportunidad perdida de preguntar a otro igual a él cómo eran los sueños, cómo se sentían, como se sentía soñar. Se incorporó, todos sus huesos crujieron. Observó el bosque, floreciendo con la primavera, había dormido demasiado, algo más de dos meses; un tiempo que para él no existió, fue sólo un parpadeo. Tras observar la floresta, susurró una palabra y las murallas mágicas desaparecieron, dejando surcos grises en las piedras antes grabadas con magia.
    —Si conseguiste superar la Matanza —habló la sombra al durmiente, quitándose la capucha—, espero que crucemos caminos de nuevo, aunque cuando lo hagamos ninguno tengamos consciencia del otro. Si no lo hiciste, necesitarás tus posesiones en el otro lado. Sólo me llevaré una cosa y te dejaré descansar.
    Agarró la pequeña espada que siempre llevaba pegada a la espalda, con su punta hacia arriba y su mango hacia abajo para hacer más rápido su desenfunde, se agachó sobre el durmiente y sujetó sus dedos, colocando la punta de su espada bajo cada una de sus uñas, para luego quitárselas y entregarlas de la misma forma que siempre hacía. Una vez acabó, dio la espalda al durmiente y a su tienda, caída hacía semanas, dejando que moscas y gusanos que llevaban generaciones observando una comida a la que no podían acceder desde el exterior de la barrera se acercasen al festín de su vida. Los lobos no tardaron en llegar tampoco.

    El encapuchado los escuchó gruñir, aullar y masticar mientras se iba, siguiendo el sendero que recorrió meses atrás, minutos atrás para él, sin tener nunca la certeza de a dónde lo llevaría ese sendero, cualquier sendero.

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