Hacía frío, las agujas de los pinos resistían
para no salir volando, para no unirse al danzante tornado de copos de nieve. El
aullido del viento de invierno resonaba en la cadena montañosa por la que
descendía una figura oscura envuelta en una capa grisácea de cuero, tenía que
sujetar la capucha con su congelada mano para el viento no se la quitase.
Caminaba por un sendero de piedras y tierra húmedas, con tímidas briznas de
hierba asomando por encima de la nieve.
La ventisca
empezó a perder fuerza, los árboles corrían un menor riesgo de salir volando y
la sombra ya no tenía que tirar de su capucha. El encapuchado no caminó mucho
más hasta que fijó su atención en una pequeña tienda de campaña en una zona
allanada en medio de la bajada. La sombra siguió caminando para verlo mejor.
Observó la
tienda, estaba bien amarrada.
“Un buen trabajo”,
pensó.
Entonces se fijó
en la hoguera, tenía las brasas ennegrecidas y sus delgadas cenizas parecían
querer huir del círculo de rocas que la componía.
“Varios días
apagada”, pensó el curioso.
El encapuchado no
quería pensar demasiado alto, no quería despertar al joven que estaba
durmiendo, cubierto de mantas que habían sido movidas por el viento, dejando
ver que el joven, de no más de veinticinco años estaba sujetando una pequeña
espada.
“Los lobos debían
de preocuparle”.
La sombra observó
más detenidamente al joven. No tenía heridas, ni sangre, ni había huellas de
animales, hombres u otras cosas en la nieve sobre la que se alzaba el pequeño
campamento. Así que la sombra pensó que podía tratarse de uno de sus iguales o podría
tratarse del cadáver de un hombre que tuvo un sueño demasiado profundo. De
tratarse de la primera opción, hacía años que no se encontraba con otro de su
misma naturaleza. De serlo, no quería despertarle, podría ser que el durmiente
tuviese más suerte que el curioso y Aquellos Sobre Todos le permitieran tener
sueños. Aunque el encapuchado no sabía lo que era soñar, pensaba que debía de
ser algo hermoso y lo respetaba.
La sombra se
levantó y recogió una piedra ovalada del suelo, no más grande que la palma de
su mano. Desató entonces su capa, que ondeó con una súbita ráfaga de viento y
llevó su mano a la parte más baja de su espalda, de donde extrajo un pequeño
cuchillo de su funda. Con su punta grabó en la curvada superficie de la piedra unas
líneas que relucía con un fulgor violáceo. Se acercó la pequeña piedra a los
labios y susurró muy bajito, pues
no quería despertar al joven, si era uno como él:
—Torni —que
se traduce a nuestra lengua como “Torre”.
Repitió el
proceso con otras cuatro piedras, formando un pentágono en el suelo que
contenía al pequeño campamento. Cuando colocó la última piedra guardó el
cuchillo, volvió a colocar muy cuidadosamente las mantas para que cubriesen al
joven, recogió unas ramas que colocó en la hoguera extinguida hacía días y se
sentó dejándola entre ellos. Buscó en uno de sus bolsillos una piedra que
estaba en un diminuto saquito. La piedra, de color rojo y amarillo cuyas
tonalidades parecían moverse como llamas era una ignitite, una piedra que
contiene y libera energía calorífica. El encapuchado colocó la piedra sobre las
ramas secas y colocó su mano a medio metro sobre ella, un dibujo que tenía en
su palma comenzó a brillar.
—Bernn —dijo.
Y las llamas aparecieron. “No dormirás sólo, no dormirás frío”, pensó.
El encapuchado se recostó en la nieve,
sintiendo como el calor de la hoguera recién invocada. Calculó que daría calor
en todo el campamento durante al menos diecisiete horas. La nieve empezó
desaparecer lentamente.
—Sainë —susurró la palabra que se traduciría
por “Muralla”. Las runas grabadas en las piedras brillaron, primero pareció
como que unas torres se alzaron sobre las piedras y, tras ellas, una pared con
reflejos cristalinos violáceos unió todas las torres, aislando el campamento.
Y en un abrir y cerrar de ojos, las torres
y murallas mágicas dejaron de verse, pero seguirían ahí para proteger al
encapuchado y al durmiente hasta que el invocador mismo la levantase.
“Buenas noches… o buen viaje” pensó el
encapuchado, antes de cerrar los ojos.
Abrió los ojos. Había sido un parpadeo.
Aquellos Sobre Todos no permitían que el encapuchado soñase, para él, dormir
era cerrar los ojos al dormir y lo siguiente era abrirlos al despertarse, sin
nada en el medio, como un parpadeo. Por eso el encapuchado evitaba dormir lo
más posible, era como que el espacio intermedio no existiese. La hoguera estaba
apagada desde hacía mucho. No hacía frío y el suelo era verde, cubierto de
vegetación y flores. Se fijó entonces en su compañero de sueño. Las mantas se
habían volado del todo, quién sabe hacía cuánto. Su esquelética mano aún
sujetaba el cuchillo. Su cara estaba deformada, hundida, con sus ojos resecos
hundidos en sus cuencas. Estaba en descomposición. No era otro de su misma
naturaleza, era un muchacho que se durmió en una tormenta y no se despertó. El
encapuchado se apesadumbró, otra oportunidad perdida de preguntar a otro igual
a él cómo eran los sueños, cómo se sentían, como se sentía soñar. Se incorporó,
todos sus huesos crujieron. Observó el bosque, floreciendo con la primavera,
había dormido demasiado, algo más de dos meses; un tiempo que para él no existió,
fue sólo un parpadeo. Tras observar la floresta, susurró una palabra y las
murallas mágicas desaparecieron, dejando surcos grises en las piedras antes
grabadas con magia.
—Si conseguiste superar la Matanza —habló
la sombra al durmiente, quitándose la capucha—, espero que crucemos caminos de
nuevo, aunque cuando lo hagamos ninguno tengamos consciencia del otro. Si no lo
hiciste, necesitarás tus posesiones en el otro lado. Sólo me llevaré una cosa y
te dejaré descansar.
Agarró la pequeña espada que siempre
llevaba pegada a la espalda, con su punta hacia arriba y su mango hacia abajo
para hacer más rápido su desenfunde, se agachó sobre el durmiente y sujetó sus
dedos, colocando la punta de su espada bajo cada una de sus uñas, para luego
quitárselas y entregarlas de la misma forma que siempre hacía. Una vez acabó, dio
la espalda al durmiente y a su tienda, caída hacía semanas, dejando que moscas
y gusanos que llevaban generaciones observando una comida a la que no podían
acceder desde el exterior de la barrera se acercasen al festín de su vida. Los
lobos no tardaron en llegar tampoco.
El encapuchado los escuchó gruñir, aullar y
masticar mientras se iba, siguiendo el sendero que recorrió meses atrás,
minutos atrás para él, sin tener nunca la certeza de a dónde lo llevaría ese
sendero, cualquier sendero.
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