El viento azotaba los cabellos de Anrik el Pardo mientras observaba una
franja oscura que se extendía hasta el infinito sobre la línea de la mar;
observaba su hogar aproximándose mientras estaba apoyado en el mascarón de su
poderosa embarcación, representando a un antiguo lagarto que escupía fuego. El
Pardo llevaba mucho tiempo lejos del hogar y por fin, tras un prolongado año,
el aroma de la tierra empezaba a representar la brisa salada del océano. El
drakkar estaba cada vez más cerca de la costa de piedras redondeadas y arenas
blancas. Dioses... todos aquellos aguerridos marineros ahora se enternecían,
sintiendo el calor de sus hogares, de los fogatas que los calentarían en las
noches y el simple hecho de poder gozar de las caricias de sus hijos y esposas
tras un año... un largo año en que cada anochecer podía ser el último... en
cualquier momento podrían no tener éxito en sus saqueos y quién sabe, en
cualquier momento una de esas bestias de leyenda podría emerger de los negros
abismos del océano para llevarse de vuelta a su negro agujero a Anrik el Pardo
y su querida tripulación, junto con las riquezas que tanta sangre derramada
costaron. Gracias a los dioses, ninguna de esas cosas pasó y el buen Anrik
pronto abrazaría a sus pequeños Enrik y Ulrik. Llevaba tantas noches soñado con
abrazar a sus pequeños y a su querida esposa... Y ahora, por fin, en una tibia
mañana de primavera con un cielo azul sin nubes podría cumplir su anhelado
sueño.
El barco atracó en la playa. Los héroes de
Ulwyin habían regresado y como orgullosos hijos de su patria, besaron la arena
y las piedras con las que de niños jugaron. Pero Anrik no podía evitar echar
algo en falta: nadie había salido a recibirlos. Caminó hacia la cabaña de
pescadores más cercana a la playa, queriendo ser el primero en saludar a su
querida prima. Lo encontró a él y a su hijo en un profundo letargo. Uno del que
no consiguió alejarles. Dormían. Pero no podían ser despertados. Su hermano lo llamó
desde fuera, tenía su hacha en la mano. Cuando salió de la cabaña, encontró a
un cuervo picoteando el ojo izquierdo de un pescado a escasos metros de la
entrada de la pequeña casa. El Pardo dirigió la mirada a donde su hermano le
indicaba. Vio a un hombre, con escasa y ligera armadura de pie sobre el tejado
de una de las casas, la más grande de la aldea: la casa de Anrik el Pardo.
El capitán del bagel de velas negras
desenvainó entonces su espada, mientras observaba al desconocido caminar sobre
el tejado de la casa que él mismo construyó.
El extraño lo miraba mientras caminaba.
Un cuervo se posó sobre el hombro del
desconocido mientras este metía la mano en uno de sus bolsillos. El Pardo no
alcanzaba a ver qué hacía el hombre del cuervo. Sólo vio como se acercaba la
mano a la cara, antes de oír algo parecido a un susurro. Entonces el
desconocido movió el brazo en círculo, espantando a su cuervo, que voló con un
graznido que se escuchó en toda la cala.
Anrik el Pardo vio volar tres objetos hacia
él. Por un segundo, vio que emitían un resplandor rojo.
Entonces volvió a mirar a su tejado; el
desconocido ya no estaba ahí, sino sobre él y sus hombres
Un silbido cortó el aire. Fue rápidamente
ahogado por los gritos de los piratas del Pardo mientras que el Einherjar no
podía escucharlos; sólo escuchaba dos voces dentro de su cabeza que decían lo
mismo una y otra vez:
"Ladrones".
"Piratas".
"Asesinos de niños".
"Violadores de niñas".
"Quemadores de templos".
"Mátalos a todos".
Todos habían muerto. Sólo el Einherjar
quedaba en pie, con su espada cubierta de sangre. Las voces se habían ido. Los
cuervos habían desaparecido. El Einherjar pensó que últimamente sólo le
enviaban a matar humanos. También pensó en qué se debe hacer tras matar
humanos. Tenía tiempo para recoger las uñas de los treinta y cuatro piratas, el
hechizo que pesaba sobre Ulwyin garantizaría que todos sus habitantes tendrían
un profundo sueño por dos días más y el Einherjar ya se habría marchado.
Prepararían piras y llorarían a aquellos a
quienes llamaban padres, hijos y hermanos.
Aquellos a los que otros llamaban asesinos de
padres, hijos y hermanos.
Aquellos a los que los cuervos marcaron.
Aquellos a los que los dioses condenaron.