jueves, 31 de marzo de 2016

Canción IV Padres, Hijos y Hermanos

    El viento azotaba los cabellos de Anrik el Pardo mientras observaba una franja oscura que se extendía hasta el infinito sobre la línea de la mar; observaba su hogar aproximándose mientras estaba apoyado en el mascarón de su poderosa embarcación, representando a un antiguo lagarto que escupía fuego. El Pardo llevaba mucho tiempo lejos del hogar y por fin, tras un prolongado año, el aroma de la tierra empezaba a representar la brisa salada del océano. El drakkar estaba cada vez más cerca de la costa de piedras redondeadas y arenas blancas. Dioses... todos aquellos aguerridos marineros ahora se enternecían, sintiendo el calor de sus hogares, de los fogatas que los calentarían en las noches y el simple hecho de poder gozar de las caricias de sus hijos y esposas tras un año... un largo año en que cada anochecer podía ser el último... en cualquier momento podrían no tener éxito en sus saqueos y quién sabe, en cualquier momento una de esas bestias de leyenda podría emerger de los negros abismos del océano para llevarse de vuelta a su negro agujero a Anrik el Pardo y su querida tripulación, junto con las riquezas que tanta sangre derramada costaron. Gracias a los dioses, ninguna de esas cosas pasó y el buen Anrik pronto abrazaría a sus pequeños Enrik y Ulrik. Llevaba tantas noches soñado con abrazar a sus pequeños y a su querida esposa... Y ahora, por fin, en una tibia mañana de primavera con un cielo azul sin nubes podría cumplir su anhelado sueño.

    El barco atracó en la playa. Los héroes de Ulwyin habían regresado y como orgullosos hijos de su patria, besaron la arena y las piedras con las que de niños jugaron. Pero Anrik no podía evitar echar algo en falta: nadie había salido a recibirlos. Caminó hacia la cabaña de pescadores más cercana a la playa, queriendo ser el primero en saludar a su querida prima. Lo encontró a él y a su hijo en un profundo letargo. Uno del que no consiguió alejarles. Dormían. Pero no podían ser despertados. Su hermano lo llamó desde fuera, tenía su hacha en la mano. Cuando salió de la cabaña, encontró a un cuervo picoteando el ojo izquierdo de un pescado a escasos metros de la entrada de la pequeña casa. El Pardo dirigió la mirada a donde su hermano le indicaba. Vio a un hombre, con escasa y ligera armadura de pie sobre el tejado de una de las casas, la más grande de la aldea: la casa de Anrik el Pardo.
    El capitán del bagel de velas negras desenvainó entonces su espada, mientras observaba al desconocido caminar sobre el tejado de la casa que él mismo construyó.
    El extraño lo miraba mientras caminaba.
    Un cuervo se posó sobre el hombro del desconocido mientras este metía la mano en uno de sus bolsillos. El Pardo no alcanzaba a ver qué hacía el hombre del cuervo. Sólo vio como se acercaba la mano a la cara, antes de oír algo parecido a un susurro. Entonces el desconocido movió el brazo en círculo, espantando a su cuervo, que voló con un graznido que se escuchó en toda la cala.
    Anrik el Pardo vio volar tres objetos hacia él. Por un segundo, vio que emitían un resplandor rojo.
    Entonces volvió a mirar a su tejado; el desconocido ya no estaba ahí, sino sobre él y sus hombres
    Un silbido cortó el aire. Fue rápidamente ahogado por los gritos de los piratas del Pardo mientras que el Einherjar no podía escucharlos; sólo escuchaba dos voces dentro de su cabeza que decían lo mismo una y otra vez:
    "Ladrones".
    "Piratas".
    "Asesinos de niños".
    "Violadores de niñas".
    "Quemadores de templos".
    "Mátalos a todos".

    Todos habían muerto. Sólo el Einherjar quedaba en pie, con su espada cubierta de sangre. Las voces se habían ido. Los cuervos habían desaparecido. El Einherjar pensó que últimamente sólo le enviaban a matar humanos. También pensó en qué se debe hacer tras matar humanos. Tenía tiempo para recoger las uñas de los treinta y cuatro piratas, el hechizo que pesaba sobre Ulwyin garantizaría que todos sus habitantes tendrían un profundo sueño por dos días más y el Einherjar ya se habría marchado.
    Prepararían piras y llorarían a aquellos a quienes llamaban padres, hijos y hermanos.
    Aquellos a los que otros llamaban asesinos de padres, hijos y hermanos.
    Aquellos a los que los cuervos marcaron.

    Aquellos a los que los dioses condenaron.

Canción III Espadas que Cortan Montañas y Bosques

    Algunos de ellos lo miraban fijamente sin hacer nada más, simplemente estaban ahí, hablando de él, especulando sobre su naturaleza mientras fruncían el ceño e inhalaban el humo de sus pipas y respiraban el aroma del bosque y la madera recién cortada.
    Algunos de ellos lo miraban de reojo entre sus movimientos con hachas y sierras, tal vez por respeto, más bien por miedo. El antes encapuchado estaba ahí, entre los leñadores y recolectores de setas, flores y frutos silvestres; caminaba entre ellos, proveniente de la pequeña aldea que había no muy lejos, había dejado allí su capa y algunas de sus pertenencias, aseguradas claro en una pequeña muralla rúnica. Sólo llevaba su pequeña espada a la espalda, su inseparable cuchillo y un cinturón rodeado con bolsas y bolsillos llenos con pequeños objetos y piedras de las que nunca se separaba.
    El sendero le llevó a la aldea, el hambre a la taberna y el deseo de un camastro a la posada. Se quedó sin monedas y preguntó cómo podría pagar su estancia o conseguir más monedas.
    “Podrías ayudar a los leñadores”, dijeron.

    Y así lo hizo. Y ahora todos lo miraban. Todos habían oído historias sobre los de su clase.
    —¿A qué has venido? —preguntó un barbudo corpulento que lo había mirado de reojo para luego volver a golpear con su gran hacha el árbol.
    —A ayudaros a cortar leña.
    El barbudo corpulento se giró, colocando su gran hacha en su hombro.
    —¿Crees que con esa navaja vas a cortar nada? ¿Crees que te dejaremos un hacha? Las hachas sí son armas de verdad, no ese mondadientes.
    El recién llegado guardó silencio, uno que fue interrumpido por una niña, hija del barbudo líder de los leñadores.
    —¿Eres un Einherjar? Nunca había visto uno.
    —Ya has visto a uno entonces, pequeña —respondió el forastero, inclinando la cabeza.
    —No hables a mi hija, monstruo —intervino el gigante, sujetando con fuerza su hacha.
    —Ella preguntó y yo respondí. ¿Algo más que quieras preguntar pequeña?
    El padre miró a su hija con su ceño fruncido, pero ella lo ignoró, estaba viendo por fin a uno de esos seres de los que hablan en las leyendas. Recordaba una en concreto.
    —¿Es verdad que tenéis espadas grandes como barcos y que con ellas podéis cortar montañas?
    Ahora el leñador no habló. Recordó que de pequeño también escuchó una leyenda que le contó su abuelo sobre un Einherjar que luchó contra un gigante, cortándolo en dos con un mandoble que cortó la montaña que el gigante tenía detrás. Y ahora él y su hija eran los primeros de su familia en tener a uno delante, quizás por eso de que es algo nuevo todos guardaban las distancias.
    —Bueno —dijo el Einherjar, llevándose la mano derecha a unos centímetros del costado, donde tenía el mango de su pequeña espada. La sacó sin prisa, todos tuvieron tiempo de observar el blanco fulgor sobre la hoja, algunos creyeron percibir un silbido cuando el Einherjar realizó una filigrana con ella, como si fuese ligera como una pluma—, salta a la vista que mi espada no es tan grande como una barca —dijo mientras contemplaba su hoja, hacía tiempo que no la desenvainaba—. Nunca he intentado cortar una montaña pero… ¿Cuánto tardarías en cortar ese árbol? —preguntó al líder de los leñadores mientras señalaba un grueso árbol con la punta de su arma, era uno de los que oyeron esa especie de silbido, aún creía seguir escuchándolo.
    —¿Ese de ahí? Varios minutos.
    El Einherjar entonces se pasó la mano por la barba y luego por la nuca mientras caminaba hacia el árbol. Algún bicho le había picado. Todos parecían concentrados en su nuca y más aún, en su espada.
    El Einherjar estaba a un metro del árbol cuando extendió el brazo, dejando que la hoja de su espada se posase sobre la negra y rocosa corteza.
    Levantó la espada en diagonal, sujetándola únicamente con una mano, flexionó las rodillas adelantando su pierna derecha y lanzó el poderoso mandoble. A unos cientos de metros estaba la aldea de los leñadores; todos sintieron el agudo silbido.
    En el bosque, un árbol acababa de caer con un crujido y un gran golpe contra el suelo.
    Largo tiempo lamentaron la pérdida de su ayuda en la tala de bosques tras que se fuera, doce días tras su llegada. La pequeña crecería y tendría hijos y estos los tuvieron a su vez.

    Y la historia del Einherjar que cortaba árboles de un solo mandoble con una sola mano usando una pequeña espada silbante pasó de generación en generación junto a la leyenda del Einherjar que cortó la montaña.

lunes, 28 de marzo de 2016

Canción II Curioso y Durmiente

    Hacía frío, las agujas de los pinos resistían para no salir volando, para no unirse al danzante tornado de copos de nieve. El aullido del viento de invierno resonaba en la cadena montañosa por la que descendía una figura oscura envuelta en una capa grisácea de cuero, tenía que sujetar la capucha con su congelada mano para el viento no se la quitase. Caminaba por un sendero de piedras y tierra húmedas, con tímidas briznas de hierba asomando por encima de la nieve.
    La ventisca empezó a perder fuerza, los árboles corrían un menor riesgo de salir volando y la sombra ya no tenía que tirar de su capucha. El encapuchado no caminó mucho más hasta que fijó su atención en una pequeña tienda de campaña en una zona allanada en medio de la bajada. La sombra siguió caminando para verlo mejor.
    Observó la tienda, estaba bien amarrada.
    “Un buen trabajo”, pensó.
    Entonces se fijó en la hoguera, tenía las brasas ennegrecidas y sus delgadas cenizas parecían querer huir del círculo de rocas que la componía.
    “Varios días apagada”, pensó el curioso.
    El encapuchado no quería pensar demasiado alto, no quería despertar al joven que estaba durmiendo, cubierto de mantas que habían sido movidas por el viento, dejando ver que el joven, de no más de veinticinco años estaba sujetando una pequeña espada.
    “Los lobos debían de preocuparle”.
    La sombra observó más detenidamente al joven. No tenía heridas, ni sangre, ni había huellas de animales, hombres u otras cosas en la nieve sobre la que se alzaba el pequeño campamento. Así que la sombra pensó que podía tratarse de uno de sus iguales o podría tratarse del cadáver de un hombre que tuvo un sueño demasiado profundo. De tratarse de la primera opción, hacía años que no se encontraba con otro de su misma naturaleza. De serlo, no quería despertarle, podría ser que el durmiente tuviese más suerte que el curioso y Aquellos Sobre Todos le permitieran tener sueños. Aunque el encapuchado no sabía lo que era soñar, pensaba que debía de ser algo hermoso y lo respetaba.
    La sombra se levantó y recogió una piedra ovalada del suelo, no más grande que la palma de su mano. Desató entonces su capa, que ondeó con una súbita ráfaga de viento y llevó su mano a la parte más baja de su espalda, de donde extrajo un pequeño cuchillo de su funda. Con su punta grabó en la curvada superficie de la piedra unas líneas que relucía con un fulgor violáceo. Se acercó la pequeña piedra a los labios y susurró muy bajito, pues no quería despertar al joven, si era uno como él:
    —Torni —que se traduce a nuestra lengua como “Torre”.
    Repitió el proceso con otras cuatro piedras, formando un pentágono en el suelo que contenía al pequeño campamento. Cuando colocó la última piedra guardó el cuchillo, volvió a colocar muy cuidadosamente las mantas para que cubriesen al joven, recogió unas ramas que colocó en la hoguera extinguida hacía días y se sentó dejándola entre ellos. Buscó en uno de sus bolsillos una piedra que estaba en un diminuto saquito. La piedra, de color rojo y amarillo cuyas tonalidades parecían moverse como llamas era una ignitite, una piedra que contiene y libera energía calorífica. El encapuchado colocó la piedra sobre las ramas secas y colocó su mano a medio metro sobre ella, un dibujo que tenía en su palma comenzó a brillar.
    —Bernn —dijo. Y las llamas aparecieron. “No dormirás sólo, no dormirás frío”, pensó.
    El encapuchado se recostó en la nieve, sintiendo como el calor de la hoguera recién invocada. Calculó que daría calor en todo el campamento durante al menos diecisiete horas. La nieve empezó desaparecer lentamente.
    —Sainë —susurró la palabra que se traduciría por “Muralla”. Las runas grabadas en las piedras brillaron, primero pareció como que unas torres se alzaron sobre las piedras y, tras ellas, una pared con reflejos cristalinos violáceos unió todas las torres, aislando el campamento.
    Y en un abrir y cerrar de ojos, las torres y murallas mágicas dejaron de verse, pero seguirían ahí para proteger al encapuchado y al durmiente hasta que el invocador mismo la levantase.
    “Buenas noches… o buen viaje” pensó el encapuchado, antes de cerrar los ojos.

    Abrió los ojos. Había sido un parpadeo. Aquellos Sobre Todos no permitían que el encapuchado soñase, para él, dormir era cerrar los ojos al dormir y lo siguiente era abrirlos al despertarse, sin nada en el medio, como un parpadeo. Por eso el encapuchado evitaba dormir lo más posible, era como que el espacio intermedio no existiese. La hoguera estaba apagada desde hacía mucho. No hacía frío y el suelo era verde, cubierto de vegetación y flores. Se fijó entonces en su compañero de sueño. Las mantas se habían volado del todo, quién sabe hacía cuánto. Su esquelética mano aún sujetaba el cuchillo. Su cara estaba deformada, hundida, con sus ojos resecos hundidos en sus cuencas. Estaba en descomposición. No era otro de su misma naturaleza, era un muchacho que se durmió en una tormenta y no se despertó. El encapuchado se apesadumbró, otra oportunidad perdida de preguntar a otro igual a él cómo eran los sueños, cómo se sentían, como se sentía soñar. Se incorporó, todos sus huesos crujieron. Observó el bosque, floreciendo con la primavera, había dormido demasiado, algo más de dos meses; un tiempo que para él no existió, fue sólo un parpadeo. Tras observar la floresta, susurró una palabra y las murallas mágicas desaparecieron, dejando surcos grises en las piedras antes grabadas con magia.
    —Si conseguiste superar la Matanza —habló la sombra al durmiente, quitándose la capucha—, espero que crucemos caminos de nuevo, aunque cuando lo hagamos ninguno tengamos consciencia del otro. Si no lo hiciste, necesitarás tus posesiones en el otro lado. Sólo me llevaré una cosa y te dejaré descansar.
    Agarró la pequeña espada que siempre llevaba pegada a la espalda, con su punta hacia arriba y su mango hacia abajo para hacer más rápido su desenfunde, se agachó sobre el durmiente y sujetó sus dedos, colocando la punta de su espada bajo cada una de sus uñas, para luego quitárselas y entregarlas de la misma forma que siempre hacía. Una vez acabó, dio la espalda al durmiente y a su tienda, caída hacía semanas, dejando que moscas y gusanos que llevaban generaciones observando una comida a la que no podían acceder desde el exterior de la barrera se acercasen al festín de su vida. Los lobos no tardaron en llegar tampoco.

    El encapuchado los escuchó gruñir, aullar y masticar mientras se iba, siguiendo el sendero que recorrió meses atrás, minutos atrás para él, sin tener nunca la certeza de a dónde lo llevaría ese sendero, cualquier sendero.

Canción I Cazador de Piedras Rojas

    —Tienes que tranquilizarte, niño.
    Pero el niño no podía calmarse.                                                                                      
    Había dos niños, envueltos en un abrigo de pieles cuyo fino pelaje de corzo se agitaba con el viento del invierno. Un tímido y diminuto copo de nieve, débil e indefenso buscó refugio del frío que el mismo llevaba entre el pelaje de la capucha del más joven. Su abrigo le quedaba grande, hacía tres inviernos que su hermano dejó de usarlo y el pequeño tenía que usar correas para mantenerlo ceñido a su pequeño y pálido cuerpo, aún inexperto al frío tras casi una treintena de estaciones.             
    Casi nunca tenía ropa nueva.                                                                                           
    —Por los dioses… —comentaba uno de los cinco hombres, arrodillado frente a dos bultos, uno más grande que el otro. Uno de los bultos tenía una coraza, aún tenía su espada entre sus dedos, siempre fue una posesión muy preciada para él. El agua de un charco de aguas teñidas de rojo hacia ondular la barba del segundo bulto— ¿Quién haría algo así?
    —Hjart… Oh, Hjart… —lloraba el hombre que no tenía pelo bajo su casco forrado de pelaje de castor. Se negaba a reconocer que las tripas de su hermano no debían estar en el suelo, que no deberían salir de una herida que le iba desde la cadera hasta el hombro. Se negaba a entender que su hermano mayor no volvería a cabalgar a su lado.           
    El tercer hombre vomitaba en la nieve, calentándola, generando un pequeño halo de vapor que se perdía en el viento. El cuarto callaba y el quinto apretaba con fuerza el mango de su hacha, tornándose hacia la espesura, hacia cada rincón y cada esquina de las pequeñas casas de piedra en busca de sonidos que él mismo se imaginaba. No podían sino ser fruto de su imaginación, nadie quedaba en la apartada aldea de Frienyll. Los dos cadáveres se aseguraron de asesinar a las cuatro familias que allí vivían, no llegaron a tocar a los dos hermanos.
    —Tenemos que irnos de aquí.      
    —Cállate —susurró el líder bandido. No quería susurrar, pero el te-mor de atraer a quién sabe qué le forzó a ello. Ahora se arrodilló frente a los niños. Puso una mano en cada uno de sus pequeños hombros. Habló. Pero no escuchaban. El pequeño miraba la empuñadura del cuchillo del hombre, se parecía al que hacía poco adornaba la cabeza de su madre. El mayor miraba los cadáveres que sembraban el camino nevado. Semanas antes observó al gato de la familia cazar a una familia de rato-nes, no le gustó lo que vio. No le gustó convertirse en la familia de ra-tones. Nunca olvidará haberlo sido—. ¿Vísteis al que lo hizo? —los niños callaban, el viento aullaba— ¿Visteis algo? —de poder hablar, no lo harían.
     —¡Déjale en paz! ¡Monstruo! —gritó el hermano sin hermano, espantando con la mano a un cuervo que se posó sobre la cabeza de su hermano. No pudo evitar que se llevase su ojo izquierdo— Oh, Hjart… ¿Qué va a ser de mí…?           
    El cuervo posó sus garras en el tejado de la casa que el hombre del cuchillo tenía de espaldas. Otro cuervo apareció de entre las nubes. Partieron el ojo, tragaron sus partes y bebieron sus fluidos.
    —¡Tenemos que irnos ya, Jrimn! —gritó uno de los hombres. Otro dejó caer su arma y se lanzó a la carrera, perdiéndose en la espesura de pinos nevados.         
    Ahora los niños no miraban ni a los muertos ni al cuchillo.
    Ambos miraban a los cuervos.
    Y los cuervos los miraron. Cada uno miraba al que tenía enfrente.
    El hombre del cuchillo seguía hablando.
    Pero el pequeño no lo escuchaba a él.
    Escuchaba un susurro. En un idioma jamás escuchado, jamás aprendido, entonado por una voz jamás escuchada, jamás conocida. La voz ahogada del hombre del cuchillo empieza a aclararse.
    —¡…úchame, niño! ¡Dime qué has…      
    Los niños ya no miran a los cuervos. No hay cuervos. Tal vez nunca los hubo. Ahora miran fijamente al hombre del cuchillo. Al asesino. El infante ha cambiado; no hay miedo en sus ojos. Mete la mano en su bolsillo y sostiene el pequeño objeto con sus menudas manos. Una piedra de color rojo, un pedazo de una mayor, con una inscripción igualmente quebrada.
    —¿Qué tienes a…?
    El graznido de un cuervo explotó en la aldea, resonando por cada sima de la montaña.
    Las caras de los niños se llenaron de sangre, así como la reluciente coraza del asesino. Sobre ellos, aparecida en un parpadeo, una sombra oscura blandiendo una espada. Ahora había un sexto hombre en la aldea.
    No. No era otro hombre.
    Era un cadáver. Uno que se movía.
    En el momento en que la cabeza del hombre del cuchillo tocó el suelo, antes de empezar a rodar, el resto de hombres malos aún no había reaccionado. El cadáver que se movía volvió a desaparecer.
    El pequeño cerró los ojos. Un susurro le dijo que lo hiciera en un idioma que no entendía.
    Al mayor no le dijo que cerrara los ojos. Minutos atrás había sido obligado a ver cómo unos bandidos masacraban su pequeña aldea, cómo apuñalaron y degollaron a sus vecinos, aquellos con los que había crecido. A escuchar el hueco sonido del cráneo de su madre al ser apuñalado. Ahora veía algo que no había visto antes. Veía un monstruo destrozar a los gatos. Le pareció horrible, quería apartar la mirada, la voz no se lo impedía pero no lo hizo, quería seguir viendo cómo aquella sombra los despedazaba.
    Nunca olvidaría a aquel monstruo.
    Los hermanos volverían a cabalgar juntos.           
    —¡Hay otro aquí! —gritó el guardia, antes de estornudar. Hacía frío.   
    —Nosotros —dijo el soldado más joven, ya se había recuperado de haber vomitado un par de veces— hemos encontrado a otro en el bos-que, no lejos de aquí.   
    —¿Todos sin uñas?
    —Todos sin uñas, señor.   
    —No quiero imaginarme lo que ha pasado aquí.
    —Los niños, ¿han hablado ya?     
    —Aún no, señor. Es normal, después de todo lo que ha pasado.
    —¿Qué haremos con ellos, señor? La siguiente aldea está lejos y a-penas nos queda comida para el regreso.
    “Su familia ha muerto. Sus amigos han muerto”. Pensó el capitán. “Tardaremos en bajar de estos riscos… y nuestros estómagos son más grandes que ellos”. Al capitán nunca le gustaron los niños. “Además… nunca me gustaron los niños y empiezo a tener hambre… Nadie sabe lo que ha pasado aquí arriba, tan lejos del valle… Nadie echaría de menos a un par de…”.
    Sus pensamientos fueron interrumpidos por extrañas palabras. Extraños susurros que sólo había oído una vez, fue en una taberna, tres días atrás. Algo dentro de su cabeza le habló y, antes de darse cuenta, había preparado un equipo y partía en dirección a la pequeña aldea perdida de Frienyll. No sabía por qué o para qué. Simplemente la voz le dijo que lo hiciera, de la misma forma que ahora vuelve a hablarle.       
    —Cogeremos a los niños y los llevaremos al valle. Racionaremos la comida y los niños comerán primero —dijo lentamente.    
    —Pero…
    —Nada de peros. Obedeced o clavaré vuestras cabezas en una pica.     
    El capitán nunca había hablado así a sus hombres. No volvería a hacerlo, volvería a ser un capitán que se preocupaba más de sus placeres que de las necesidades de los demás. Y esa única vez, sus hombres obedecieron una orden que no les beneficiaría a ellos.

    No lejos de allí, oculto entre los pinos había una sombra. Estaba ahí, sentado en la nieve, entre las piedras y los arbustos con las piernas cruzadas, susurrando palabras extrañas a unas pálidas manos que sostenían algo a la altura de su boca.
    Una vez hubo terminado, guardó los pequeños trozos de piedra grabados en uno de sus bolsillos. Ahora sacaba dos piedras. Ambas rojas, ambas quebradas, ambas con una inscripción fragmentada que coincidía con la otra. La sombra cerró su puño con las piedras dentro y susurró:
    —Ainis.
    Y cuando abrió su mano, había una única piedra con una única runa tallada en una superficie cristalina y perfecta de un color rojo ardiente como la sangre que la pequeña piedra contenía. La sombra guardó la pequeña piedra y tomó ahora una bolsa de cuero. Vació su contenido en la palma de su mano izquierda.
    Uñas.
    Arrancadas hacía poco.     
    Aún tenían sangre.            
    A la sombra le hubiese gustado hacerlo cuando aún podían haberlo sentido, pero deben arrancarse cuando el cuerpo carece de vida
    Cerró su puño, lo acercó a sus labios y bajo la atenta mirada de dos cuervos gemelos que estaban frente a él, susurró la mágica, terrible y olvidada palabra:
    —Naglfar.
    Abrió de nuevo el puño. Las uñas habían desaparecido.
    Los cuervos estaban satisfechos y dejaron de estar ahí, al lado de la sombra.
    La sombra estaba cansada, se quitó la capucha, acarició su cara, su barba y su pelo y volvió a cubrir su cabeza y rostro.
    Y así, la sombra se acostó en la nieve y se sumió en el inexistente sueño de la muerte.  

domingo, 27 de marzo de 2016

Reuníos, buenas gentes

    "¿Habéis oído hablar de ellos? Esos... retornados. Si lo habéis hecho puede que los paletos de aquí al Valle Blanco hayan contado por ahí que son monstruos que miden dos metros de alto como mínimo, que portan espadas y hachas grandes como drakkars, que tienen las bocas hinchadas por sus diez filas de dientes, con colmillos de jabalí rebosando por sus hinchados labios. Puede que también creáis que todos estos especímenes tienen una legión de moscas flotando alrededor de sus ojos hinchados llenos de rabia asesina, unos ojos que hace tiempo perdieron su luz. O puede que os hayan dicho que echan fuego por sus cadavéricos culos.
    Reuníos, reuníos buenas gentes; pues yo os contaré algo que los paletos de aquí al Valle Blanco no saben pues ellos no han visto nunca a uno de estos seres, una de estos soldados errantes vagando en la línea entre nuestro mundo de vivos y el Hell de los muertos. Los paletos se equivocan, no son monstruos fruto de morbosas pesadillas de ignorantes mentes, no... No. Yo los he visto. Son casi como nosotros, igual de altos, con los mismos dientes y sus espadas no son mayores que las nuestras. Fijaros en sus ojos, ojos pálidos sin la luz de la vida; ojos pálidos y piel pálida. Uno de ellos me dijo que cuando él durmiese no me preocupase ni tuviera miedo, que lo que vería era normal; al menos entre aquellos como él. Sólo eso se me reveló, no les gusta hablar de su naturaleza. Intenté que resolviese un enigma presente en mi cabeza desde que oí por primera vez historias sobre ellos, cuando aún era un cachorro de teta. Le pregunté cuál era el nombre que los dioses les daban a él y a sus hermanos. Él no quiso revelármelo, no les gusta hablar de su naturaleza. Así que el enigma perduró y aún los llamamos como se les nombra en la lengua de los Hombres: Einherjar, Ejércitos De Un Sólo Hombre".