Todos rodeaban al einherjar y todos escuchaban cómo dos hombres que llevaban despotricando ya varios minutos, acusando ante el regidor de la aldea al einherjar por haber asesinado cruel y mágicamente a su hermano. El cadáver del joven se hallaba a algunos metros, rígido, frío, recubierto por una pétrea, gélida armadura de hielo azulado y transparente que dejaba ver entre los helados vapores la cara del chico, cuya mirada era reflejo del más puro terror.
—¡Es todo culpa suya!
—¡Él lo ha matado!
—¡Ese monstruo es quien lo ha congelado!
—¡Matadlo!
—¡Decapitadlo y quemad su cuerpo!
Estas y otras cosas eran gritadas primero por los hermanos y después por todo aquel que se acercase a la plaza, rodeando al extranjero. Los soldados se acercaron, empujando a la multitud para abrirse paso y abrir un hueco en la turba. El regidor entonces impuso silencio y todos obedecieron, se acercó entonces al einherjar y le dijo que si no podía demostrar su inocencia, sería colgado esa misma tarde. Entonces el einherjar se dirigió a los hermanos del difunto congelado.
—En el mercado vuestro hermano intentó acercarse a mí por detrás y robarme la espada que llevo en la espalda. Simplemente le dije que si estimaba la vida, no lo hiciese, que ni siquiera la tocara. Nos fuimos en direcciones opuestas pero hace unos segundos volvió a intentarlo, sacando la espada de su vaina. Le advertí que no lo hiciese y no hizo caso, cuando quiso soltarla, ya era tarde.
—¿Insinúas que mi hermano es un ladrón? ¡Te mataré yo mismo!
El hermano sacó un puñal y se abalanzó sobre el einherjar y, antes de dar el primer paso, tenía la punta de la espada del einherjar, un parpadeo antes enfundada, arañándole la nuez y deteniéndolo en seco. El regidor y los soldados también desenfundaron sus espadas.
—Si no me crees —dijo el einherjar haciendo volar su pequeña espada en el aire, haciéndola dar una vuelta en el aira para ahora cogerla por el filo, poniendo la empuñadura frente al hermano—, prueba a cogerla; comete el mismo error que tu hermano.
El hermano mayor dudó, pero no lo suficiente, pues estaba seguro de que su hermano no podía ser un ladrón y agarró firmemente la pequeña espada, que inmediatamente después llenó la mano del chico de agujas de hielo que empezaban a crecer dentro y fuera de la mano y luego del brazo del hermano, extendiéndose hasta cortar el grito que hizo que algunos diesen un paso atrás. Cuando la estatua de hielo acabó de agitarse, el einherjar tiró de la espada, haciendo que la mano se rompiese en pedazos, liberando la empuñadura. No se requirieron más pruebas y todos dejaron el paso libre al einherjar, que no quiso permanecer más en aquella aldea que sólo le pillaba de paso.
El einherjar supo que aquel chico le seguía en el mercado y también percibió que estaba a punto de robarle su espada, simplemente esa segunda vez no le detuvo. Los habitantes de la aldea prepararon antorchas para intentar descongelar a los hermanos, esfuerzo totalmente inútil, pues el hielo que surge de aquella espada puede romperse, pero jamás fundirse.
lunes, 16 de mayo de 2016
lunes, 2 de mayo de 2016
Canción XIII Corre, Corre
Reconocieron al muchacho por sus ropas de colores ocres y amarillos además de por un anillo de madera que le había regalado su madre. Tras días de búsqueda por el bosque, no lograron encontrar su cabeza. En realidad todos sabían que no aparecería, ni la cabeza ni sus piernas, ni su brazo izquierdo, pero no podían negar un gesto tan simple como una batida a la abatida mujer. Una vez más, no lograron nada; sólo podían preparar otro funeral y pensar en quién sería el siguiente, pues la bestia que se llevaba a ciertos incautos seguía un pautado calendario; mataba para comer, o eso creían, y siempre una vez cada luna llena exactamente. Normalmente se llevaba a chicos y chicas de carne joven y blanda que andaban despistados por el bosque y, si sus víctimas no tenían esa suerte, la criatura llegaba a llevárselos de sus propias casas, llevándose a una sola víctima por cada vez.
¿Intentaron defenderse alguna vez? Claro que sí, pero ni siquiera estaban seguros de qué aspecto tenía; algo parecido a un lobo gigantesco que se alzaba sobre dos piernas. Nunca se había llevado niños, así que estos, ignorantes, simplemente cantaban sobre lo que no entendían.
"Corre, corre.
¡Qué resbalón!
Repta, repta.
¡Arrastrarse intentó!
Llora, llora.
¡Su pierna agarró!
Grita, grita.
¡Su cabeza se comió!"
Una noche, cumplida la luna desde el chico de ropajes amarillos, una parejita de adolescentes, de poco más de diecisiete años, paseaba por el linde del río. Iban demasiado ensoñados como para darse cuenta de que una enorme bestia los seguía, cuidando no hacer ni el más mínimo ruido. Los chicos eran un cebo demasiado fácil, demasiado tentador. Aquella noche el licántropo se sentía especialmente goloso, esta vez cogería a la chica. Los jóvenes se detuvieron, sentándose en una manta sobre la que se podía ver una cesta repleta de fruta. "Qué mono, le ha preparado una sorpresa". Pensó el licántropo, cuya máxima preocupación era que el sonido de su estómago alertase a su cena. No necesitaba hacerlo sigilosamente o con cuidado, pero esa noche estaba juguetón, le apetecía acecharlos y luego llevársela ante la mirada del chico.
El chico posó lentamente una fresa en los labios de la chica.
El chico no aguantaba más, quería besarla, saborear sus labios de fresa.
El licántropo no aguantaba más, quería arrancarle los labios de un bocado y sentir su tierna textura bajar por su esófago. Preparó sus patas traseras para el impulso y...
—¿Has oído eso? Era como... un silbido —preguntó la chica.
—Seguramente sea el vientro... —respondió el chico antes de besarla.
Unos metros más allá, el einherjar sostenía por un lado el cuerpo del hombre lobo y por el otro su cabeza, cercenada en corte limpio y ascendente que hizo volar la poderosa testa antes de que la recogiese al vuelo tras envainar su espada silbante, no quería hacer un ruido que asustase a los chicos, que estaban muy entretenidos. Un parpadeo. El einherjar y su presa ya no estaban ahí, sino en la plaza del pueblo, donde dejó caer los restos del hombre lobo, antes de recoger de entre unas hierbas una pequeña piedra roja, el objeto que hizo posible el teletransporte. Pidió dos estacas al primer aldeano que respondiese y clavó en ellas el cuerpo y la cabeza del monstruo respectivamente. El einherjar no se quedó para ver la sorpresa de todos cuando el licántropo perdió pelo, músculos y dientes para transformarse en la desnuda madre del chico de ropajes amarillos. No era consciente de la maldición ni de lo que hacía cada luna llena. Quizás el einherjar debió intentar razonar con el licántropo, pues la mayoría tienen una inteligencia que oscila entre la media y la media baja o podría haber intentado levantar la maldición; quizás la próxima vez.
¿Intentaron defenderse alguna vez? Claro que sí, pero ni siquiera estaban seguros de qué aspecto tenía; algo parecido a un lobo gigantesco que se alzaba sobre dos piernas. Nunca se había llevado niños, así que estos, ignorantes, simplemente cantaban sobre lo que no entendían.
"Corre, corre.
¡Qué resbalón!
Repta, repta.
¡Arrastrarse intentó!
Llora, llora.
¡Su pierna agarró!
Grita, grita.
¡Su cabeza se comió!"
Una noche, cumplida la luna desde el chico de ropajes amarillos, una parejita de adolescentes, de poco más de diecisiete años, paseaba por el linde del río. Iban demasiado ensoñados como para darse cuenta de que una enorme bestia los seguía, cuidando no hacer ni el más mínimo ruido. Los chicos eran un cebo demasiado fácil, demasiado tentador. Aquella noche el licántropo se sentía especialmente goloso, esta vez cogería a la chica. Los jóvenes se detuvieron, sentándose en una manta sobre la que se podía ver una cesta repleta de fruta. "Qué mono, le ha preparado una sorpresa". Pensó el licántropo, cuya máxima preocupación era que el sonido de su estómago alertase a su cena. No necesitaba hacerlo sigilosamente o con cuidado, pero esa noche estaba juguetón, le apetecía acecharlos y luego llevársela ante la mirada del chico.
El chico posó lentamente una fresa en los labios de la chica.
El chico no aguantaba más, quería besarla, saborear sus labios de fresa.
El licántropo no aguantaba más, quería arrancarle los labios de un bocado y sentir su tierna textura bajar por su esófago. Preparó sus patas traseras para el impulso y...
—¿Has oído eso? Era como... un silbido —preguntó la chica.
—Seguramente sea el vientro... —respondió el chico antes de besarla.
Unos metros más allá, el einherjar sostenía por un lado el cuerpo del hombre lobo y por el otro su cabeza, cercenada en corte limpio y ascendente que hizo volar la poderosa testa antes de que la recogiese al vuelo tras envainar su espada silbante, no quería hacer un ruido que asustase a los chicos, que estaban muy entretenidos. Un parpadeo. El einherjar y su presa ya no estaban ahí, sino en la plaza del pueblo, donde dejó caer los restos del hombre lobo, antes de recoger de entre unas hierbas una pequeña piedra roja, el objeto que hizo posible el teletransporte. Pidió dos estacas al primer aldeano que respondiese y clavó en ellas el cuerpo y la cabeza del monstruo respectivamente. El einherjar no se quedó para ver la sorpresa de todos cuando el licántropo perdió pelo, músculos y dientes para transformarse en la desnuda madre del chico de ropajes amarillos. No era consciente de la maldición ni de lo que hacía cada luna llena. Quizás el einherjar debió intentar razonar con el licántropo, pues la mayoría tienen una inteligencia que oscila entre la media y la media baja o podría haber intentado levantar la maldición; quizás la próxima vez.
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