domingo, 31 de julio de 2016

Canción XVII Algo Maligno



    Terminó de preparar los cebos, pequeñas piezas de carne cruda marcadas con pequeños dibujos grabados con un cuchillo, ese pequeño cuchillo que no utilizaba para ninguna otra cosa. No podría aunque quisiera, pues ese cuchillo no era uno cualquiera, era uno de los Tesoros de la Tierra, destinado únicamente al grabado y creación de runas y sellos; un cuchillo que jamás cortaría carne, se encontrase con vida o carente de ella, por muy afilada que estuviese su delgada y doble hoja o aguda fuese su punta, nunca dañaría la carne o la piedra, sólo la marcaría. Aunque todo ello lo conocía el actual posesor del extraño y valiosísimo cuchillo, nunca dejó de mantenerlo afilado, aunque simplemente fuese por puro entretenimiento, de los pocos que tenía o se encontraban a su alcance. Guardó cuidadosamente el cuchillo en su funda y se levantó, haciendo crujir hojas y ramas que rompieron el silencio del bosque.
    Se trataba de un trabajo curioso, no por las palabras de los aldeanos, sino porque los cuervos también estaban allí, luego el einherjar debía estar allí, en ese lugar y solo en ese lugar para hacer lo que los aldeanos le pidieran.
    "Los lobos nunca bajan tanto de las montañas, tienen comida suficiente como para no tener que bajar a nuestros corrales y nos dieron problemas hasta ahora, ¿sabe? La anciana ha consultado los huesos. En esa montaña hay algo. Algo maligno. Algo que les ha obligado a bajar".
    El einherjar tuvo la corazonada de que no encontraría a esa anciana de los huesos, corazonada que se confirmó. No se puede encontrar a quien no debe ser encontrado.
    El olor de la carne humana que acababa de diseminar por el bosque, amablemente donada por unos lobos hambrientos la noche anterior, empezaba a rezumar un potente olor, uno al que ningún lobo respondió, pues estaban demasiado cerca de la cima. Los lugareños tenían razón, había algo ahí arriba, algo malo, algo que se sentía en el aire, con un olor a moho y sangre. 
    El einherjar se preparó, no es fácil prepararse para lo desconocido, para ese tipo de cosas a las que nunca se ha enfrentado uno. Simplemente desenvainó su espada y se sentó a esperar, sintiendo esas pequeñas piedras rojas que dejó al lado de cada uno de los cebos, sintiendo cada una de las runas en cada uno de los cebos. 
    Y esperó. 
    Y esperó. 
    Hasta que de repente una de las runas... se apagó. 
    En un parpadeo, el einherjar dejó de estar donde hasta entonces se hallaba sentado para aparecer muchos metros más allá, frente a aquella cosa. Nada más apareció, su espada silbó en el aire, cortando varios árboles en un radio de diez metros, pero la criatura resultó intacta, consiguió evadirse del tajo que surcó el aire.
    Apenas lo vio, sólo una mancha de color verde moverse rápidamente hacia él como un látigo, pero tuvo tiempo de dejarse caer al suelo de espaldas, pudo ver la cola de la serpenteante agitarse en el aire, tuvo tiempo de verla bajar en picado hacia él. La enorme y escamosa cola rebotó contra una pared circular que cubrió al einherjar, iluminándose como un relámpago al ser golpeada.
    Una boca reemplazó a la cola, cayendo como un meteorito, dispuesta a devorar al einherjar y el terreno que tuviese alrededor y cupiese en sus enormes y triplemente dentadas. Lo que encontró no fue carne ni tierra, sino fuego, fuego que salía disparado de una piedra caliente que el einherjar sujetaba. El serpenteante se retorció de dolor, alzándose, dejando a la espada del einherjar un gran margen de corte en su interminable cuello. Esta vez no sería sólo un corte silbante. Las hojas de un gran número de árboles se paralizaron, rígidas y cristalinas en un instante gélido sacudido por el grito del serpenteante que hizo temblar y quebrarse ramas y hojas congeladas además de parte del hielo que aún seguía creciendo de los extremos de cada una de las mitades del monstruo.
    Recogió unos cuántos colmillos, un extracto del estómago de la bestia, otro de las glándulas venenosas de su boca y unas cuantas escamas. La carne de los serpenteantes no es comestible, volvió a desenfundar su cuchillo, grabó una runa de un color llameante en cada una de las mitades del monstruo y las activó, abandonando el lugar en el que el olor del veneno y la carne quemadas empezaba a esparcirse. Se encontró a varios lobos por el camino, de vuelta en la aldea, encargó a un peletero que le hiciese una nueva capa con las pieles que los lobos tuvieron el detalle de ofrecerle.